lunes, 25 de octubre de 2010

Jean Jacques Rouseau. Emilio.

Emilio o De la Educación, es un tratado filosófico sobre la naturaleza humana escrito por Rouseau en 1762. Actualmente se le considera el primer tratado sobre filosofía de la educación en el mundo occidental. Su finalidad era formar “buenos ciudadanos” aplicando las concepciones liberales de la época sobre educación (el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad es la que le corrompe, nos decía)
Pretendía crear un sistema educativo que permitiera al hombre convivir con esa sociedad corrupta. Este libro se prohibió y se quemó en público en París y en Ginebra, pero rápidamente se convirtió en uno de los libros más leídos en Europa.


Volviendo a nuestro joven siglo XXI, me ha llamado la atención esta cita del libro, que a continuación transcribo. Ya en el siglo XVIII se planteaban una cuestión que hoy día nos inquieta a educadores, a padres y a la sociedad en general ¿Estamos educando correctamente a nuestros jóvenes, a nuestros alumnos y, en su caso, a los hijos? ¿tienen lo que necesitan o necesidades innecesarias? ¿no será que en muchos casos (no en todos) lo tienen todo y por eso no valoran nada? ¿qué tipo de futura sociedad estamos moldeando teniendo en cuenta los observables resultados que nos rodean cotidianamente? Como educadora, tengo especial interés en conocer sus valiosas opiniones…Escuchen al bueno de Rouseau…



Jean Jacques Rouseau

¿Sabéis cuál es el medio más seguro de hacer miserable a vuestro hijo?: acostumbrarle a conseguirlo todo, porque como crecen sin cesar sus deseos con las facilidad de satisfacerlos, tarde o temprano os precisará la impotencia, mal que os pese, a venir a una negativa; y no estando acostumbrado, esta le causará más sufrimiento que la privación de lo mismo que desea.

Primero querrá el bastón que lleváis, luego pedirá vuestro reloj, después el pájaro que vuela, la estrella que ve brillar; en fin, todo cuanto vea; y a menos de ser Dios, ¿cómo le habéis de contentar?

El hombre tiene una predisposición natural a mirar como suyo cuanto está en su poder. El niño, a quien basta con querer para alcanzar, se cree árbitro del universo, mira como esclavos suyos a todos los hombres, y cuando al fin se ven en la precisión de negarle algo, él, que cree que todo es posible cuando da órdenes, contempla esta negativa como un acto de rebelión.

sábado, 16 de octubre de 2010

LA MUJER DE HOJALATA

Fotografía: Marisa Vegas

El silencio de la noche no calla, ahuyenta con aullidos a los lobos.

El calor de las tinieblas de agosto la llevó al lado de esas frías piedras, que la miraban con ojos de siglos pasados. La furia del tornado la había extraviado en la orfandad de las calles pero sus pasos no se apartaban de las baldosas amarillas que conducían a Oz. Mujer de hojalata en busca de los latidos de un corazón.

Pisar las propias huellas es errar el camino, el eco del viento se lo recordó. Y una brisa cobre meció las hojas de los árboles apostados como centinelas en la orilla de la calzada. De la caricia del viento brotó una hoja ocre que lentamente caía de la copa del árbol más altivo, bailando un tango sensual con la noche. Fue el anuncio de un próximo otoño de ausencias.

Avanzó por el empedrado oyendo el eco de sus pasos, música muda de la soledad. Vislumbró a lo lejos del camino de baldosas amarillas, una estrecha callejuela de la que salían espesas notas de una guitarra cincelada a semejanza de cuerpo de mujer. Y se identificó con el vacío circular del instrumento, quizás también la guitarra buscase un corazón en Oz. Los pájaros negros de la noche entornaron sus ojos al verla acercarse al callejón.


Fotografía: Marisa Vegas

Oz estaba cerca, su música y su olor a caramelo espesaban el aire de la noche. Las manos de una hiedra trepaban por el arco ovalado del comienzo del pasadizo, zarpas de la bruja del Este queriendo devorar el corazón invisible de la mujer de hojalata.

Los acordes de la guitarra cayeron a un pozo. El crujido de las notas se lo comió el silencio. Y se adentró en el callejón que se estrechaba cada vez más a medida que avanzaba entre los faroles de luz. La lluvia del recuerdo sopló queriendo apagar el fuego de los candiles. Tuvo que explicarle a la memoria que sólo quería recuperar su corazón.

La esperanza soltó una risa amarilla, espejo de las baldosas, y el pasadizo se convirtió en dos líneas convergentes cuyo espacio entre ellas ya no le permitía pasar. El camino había confluido en un mismo punto y final. Su sombra de hembra de luna le susurró que había llegado a Oz. Y el crespón de sus ojos sólo encontró un muro imposible de traspasar, de gélidas piedras ocres que lo finito lamía ávido de sal.

Y un sollozo de mujer rasgó las lágrimas de la noche fecundando el pensil del otoño. Y mientras regresaba entre los surcos del tiempo, la mujer de hojalata creyó oír palpitar en su interior la savia de hojas de olmo traspasadas por flechas de amor. Y oyó latir un corazón.

sábado, 9 de octubre de 2010

LA COLUMNA DE NEFERTITI



Latidos del corazón
acompañan a pasos trémulos,
entrando en el Palacio
tras recorrer el paseo de los sueños.
Dos almas arden sin conocer su calidez,
derriten el hielo de las frías piedras que
los observan desde la mirada curiosa de lo secreto.

Te pareces a Nefertiti.

El eco del camino blanco,
juntos serpenteado,
se detiene, perezoso del adiós,
en la columna izquierda de la entrada,
y el tiempo se embalsama
con la fragancia de los deseos prohibidos.
Nada tiene vida a su alrededor, sólo ellos y lo que late.

Te pareces a Nefertiti.

La cabeza de ella
apoyada en la columna, la de él
en esa ignota región que palpita entre la niebla.
Y la mira con anhelos de silencios rotos,
y encuentra la pasión de unos ojos rasgados,
que mudos gritan,
que a gritos silencian alfabetos mudos.

Te pareces a Nefertiti.

El Palacio se transforma
en el vasto desierto de Egipto,
la columna, en su oasis.
Jeroglíficos de ojos que acarician
sin rozar la piel,
tallados en el ayer detenido en esa columna
que espera ávida el susurrar del hoy:

Te pareces a Nefertiti.

viernes, 1 de octubre de 2010

MEMORIAS DE ADRIANO. Marguerite Yourcenar

Esta novela, publicada en 1951, de la escritora belga Marguerite Yourcenar, describe la propia mirada de la autora sobre la vida y muerte del emperador romano Adriano. Para los amantes del cine, estaba prevista la próxima producción de una película de la novela en este mismo año, que será dirigida por John Boorman y en la que Antonio Banderas dará vida a este emperador (si me permiten la sugerencia, lean el libro antes de verla). Adriano es un soldado que siente, un emperador que sufre, un romano que adora lo griego, un marido que no ama a su mujer, un amante que pierde a su amado.

Páginas densas, sólidas y mágicas por las que avanzas y retrocedes, haciendo altos en el camino para deleitarte con la prosa del sentimiento que me transportó, hace ya algunos años, al corazón de ese emperador; corazón ocupado por la ardiente pasión que sintió por su joven y bello amante, Antínoo, una muestra más de su amor a la cultura y mundo griego. Una fuente (Backe, Annika) nos cuenta que Antínoo falleció en una travesía a través del Nilo, cayéndose por accidente al río y ahogándose ante la mirada desolada de Adriano. A raíz de esto, el emperador quedó profundamente deprimido por perder a un amor al que tanto adoraba, que mandó construir, para honrar la memoria del hermoso joven, la ciudad de Antinópolis y le deificó, un honor que no tenía precedente entre las dinastía que habían regido el Imperio. Otras fuentes, no son tan románticas a la hora de explicar la muerte de este hermoso griego, prefiero quedarme con la que cito.



Y volviendo a nuestro mundo desde la mirada en aquél…¿Qué ocurre cuando el simple juego de la carne se convierte en una invasión de la carne por el espíritu? ¿Qué ocurre cuando el corazón se quita la máscara veneciana y se confunde con la misma piel? Adriano nos lo cuenta:


Habíase despertado en mí la curiosidad por esas regiones intermedias donde el alma y la carne se confunden, donde el sueño responde a la realidad y a veces se le adelanta, donde vida y muerte intercambian sus tributos y sus máscaras. (…)


En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.

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