CUANDO LA MUERTE VIVE ARRIBA
A aquel chico siempre impuntual
con mochila tan azul como sus inmensos ojos extraviados.
A las 8,15, Andoni cogió su mochila y se la echó al hombro. La mañana había colgado en su cielo un sol más brillante que nunca. Cegador, lo calificó Andoni en cuanto subió la persiana de su habitación al despertarse o, al menos, esos eran los gritos de queja ahogados que su retina emitía esa mañana que, cada vez con mayor frecuencia, eran “cada mañana”.
Antes de salir hacia el instituto, fue a besar a su madre quien se encontraba en la cocina removiendo pausadamente un café bien cargado, somnolientamente, con una de sus manos apoyada en su mente agotada y a punto de acudir a su trabajo. Esta le recriminó las prisas y el no hacer un buen desayuno antes de incorporarse a clase. Desde que hacía un año se había divorciado del padre de Andoni, cada vez con mayor frecuencia se sentía responsable por partida doble del bienestar y la educación de su hijo, aunque sabía que también desde hacía un año cada vez le costaba mayor esfuerzo incluso cuidar solamente de ella misma. Hay espinas de la memoria que no se conformaban solo con pinchar los dedos sino con desgarrar también cada pétalo de la rosa.
-¿Desayunar? –contestó Andoni con un gesto de repugnancia ante el solo hecho de pensar en ingerir comida- No, no tengo hambre. Además, ya te he dicho que si llego tarde, la de Lengua me agobiará con uno de sus sermones sobre puntualidad…
- Bien, está bien, hijo, toma esto, -le dijo abriendo su cartera y extrayendo de ella un billete- cómprate un bocadillo en el recreo… ¿Me prometes que lo harás, Andoni?
El muchacho cogió ávidamente el billete y lo introdujo con rapidez en el bolsillo trasero de sus vaqueros sin contestar a su madre, dispuesto a salir corriendo de la cocina.
-¡Eh! ¡Un momento! -le detuvo su madre asiéndole por un brazo e impidiendo que saliera- Pero, ¿has visto que ojos tienes? ¿Y esas ojeras? –preguntó desconcertada.
- Como las tuyas… -respondió con desdén Andoni- ¡De qué van a ser! ¡Te lo he dicho mil veces, mamá! Los vecinos de arriba siguen sin dejarme dormir, no paran de discutir y gritar cada noche; el día que suba -dijo apretando los puños- se van a enterar de quién soy… ¿Es que no los has oído anoche?
- Pues… la verdad hijo… -titubeó su madre que lo último que recordaba eran los dos somníferos que se había tomado como cada noche para poder conciliar el sueño- creo que…
-¡Bah! ¡Déjame! -gritó Andoni soltando con un ademán brusco la mano de su madre que sujetaba su brazo- ¡Si es que no te enteras de nada…! -le dijo con desprecio mientras salía por la puerta tras un portazo.
Adela, que así se llamaba la mujer que ahora se mordía el labio inferior y apuraba un segundo café, se prometió a sí misma que aquella tarde, cuando regresara del trabajo, subiría al piso de arriba para hablar con esos vecinos que enturbiaban el descanso de su hijo. Hacía dos meses que se habían mudado a ese edificio y aún no había entablado conversación con ninguno de sus inquilinos. Sería la excusa perfecta para ir entreabriendo un poco esa puerta al mundo exterior que ella misma había cerrado con siete candados. Dejó entre los posos del café el sentimiento de irresponsabilidad, que últimamente le amenazaba, se prometió a sí misma no tomar ningún somnífero aquella noche, y se dirigió a su trabajo.
Al final de la mañana, el teléfono móvil de Adela sonó. Tras el auricular oyó una voz suave pero firme de mujer. Se presentó como la tutora del curso de Andoni. Le comunicaba que su hijo hacía un mes que no acudía a ninguna clase del instituto y como las faltas de asistencia no habían sido justificadas, se ponía en contacto con ella. Adela solo pudo articular que se debía tratar de un error.
-No, no es un error, señora, -dijo la tutora con tono serio- , Andoni es menor de edad, por ello, estamos obligados a comunicárselo. Usted mejor que nadie sabrá lo que hacer al respecto. Verá, últimamente, Andoni ha tenido un comportamiento digamos que… anómalo. El Centro posee un psicólogo para…
-Muchas gracias por la información -le cortó tajantemente Adela que no quería saber nada de esos psicólogos que tan bien conocía por experiencia propia-, le aseguro que Andoni mañana acudirá a las clases, ¿de acuerdo? Gracias.
Fue la última palabra después de cortar la llamada. Estos profesores se creen más listos que nadie… ¿Al psicólogo Andoni por no acudir a clase? ¿Pero qué se habrán creído? Tiene que haber una explicación, sin duda -se decía Adela mientras recogía nerviosa los papeles de la mesa de su despacho-, Andoni no está pasando una buena época con lo de nuestra separación, a ninguna maestrilla le importa, él será quien me lo explique cuando llegue a casa -se tranquilizaba Adela mientras se ponía su abrigo dispuesta a regresar a su hogar.
Cuando llegó, se dispuso a preparar la comida. Andoni llegaría enseguida. Pero llegaron las cuatro de la tarde y, por primera vez, Andoni no fue a casa a comer. Adela, preocupada, lo llamó a su teléfono móvil decenas de veces pero se encontraba apagado. No pasa nada, no pasa nada, -intentaba tranquilizarse- se habrá quedado a comer en casa de algún amigo y no habrá podido avisarme porque se habrá quedado sin batería… Tranquilízate… -se decía mientras acababa de recoger la mesa. Miró su caja de ansiolíticos en un estante de la cocina y decidió tomarse uno a pesar de no ser la hora indicada. Sin embargo, en el último momento, decidió hacer algo mejor: subiría a visitar a los vecinos de arriba para rogarles que dejaran de hacer ruido a altas horas de la madrugada ya que perturbaban el descanso en su casa. Sí, eso haré, -se dijo mientras se miraba al espejo intentando acicalarse un poco el pelo- ahora mismo subiré y Andoni podrá descansar esta noche.
Adela subió decidida las escaleras que la separaban del piso superior. Llamó al timbre e intentó suavizar las facciones de su rostro. Nadie contestó. Volvió a llamar. Y lo volvió a hacer cinco veces más, pero nadie respondía. Sorprendida por algo que no esperaba, recordó que el portero del edificio vivía en el ático, así que decidió subir un piso más y preguntarle por quién vivía en el piso superior al que vivía ella. Le salió a recibir una mujer entrada en años, la esposa del portero, la cual le indicó con fastidio que su marido dormía la siesta tal y como lo tenían estipulado en el horario del contrato con la Comunidad de vecinos.
-Siento molestarles, señora -intentó disculparse Adela- solo quería preguntarles por los inquilinos del piso inferior al suyo. Verá, usted sabe que vivo debajo de ellos e imagino que conocerá el problema… -resultó ser convincente Adela cuando sabía que ella misma no tenía conocimiento del problema debido al poder de sus somníferos-. Sus discusiones y gritos cada noche molestan tanto a mi hijo como a mí, no hay manera de conciliar el sueño, créame… He intentado hablar con ellos… pero en estos momentos no se encuentran en casa y he pensado que ustedes podrían…
-No sé de qué me está hablando -sentenció perpleja la anciana-, no sé de lo que me habla. Hace dos años que ese piso está desocupado, nadie vive allí desde entonces, señora… -dijo mirando a Adela de arriba a abajo y pensando que no se encontraba en su sano juicio- Quizás los ruidos provengan de…
-Discúlpeme -dijo Adela con la cara lívida- debe tratarse de un error… Gracias –se despidió mientras bajaba a trompicones los dos pisos que la separaban de su casa-. Siento haberla molestado…
Adela no salía de su desconcierto. La llamada del instituto, la inexistencia de vecinos ruidosos, ¿qué era lo que estaba pasando? A medida que bajaba las escaleras en dirección a su piso, oyó unos gritos pero que, ciertamente, no provenían del piso inmediatamente superior al suyo sino de su propia casa. Introdujo asustada la llave en la cerradura y al abrir la puerta se encontró con Andoni retorciéndose encima del sofá y con las manos apretando sus oídos.
-¡Mamá! ¡Diles que se callen, por favor! ¡Diles que dejen de gritar! ¡Mamá, no lo soporto! ¡No quiero oírles más! ¡Qué se vayan, qué me dejen! ¡Por favor, mamá, haz algo, por favor! -sollozaba Andoni entre gritos.
Adela abrazó a su hijo temblando e intentó calmarle.
-¡No pasa nada, Andoni! No hay nadie que grite, hijo… Cálmate… Ya pasó, cariño, ya pasó…
Andoni, con los ojos completamente extraviados, se aferraba con fuerza a Adela. Esta consiguió llevarlo a su habitación y acostarlo sin dejar de acariciar su sudorosa frente. El muchacho entró en un interludio a su delirio y Adela, entre lágrimas, le besó los ojos desorbitados que acababa de cerrar. Se dio cuenta de que el cajón de la mesilla de su hijo estaba abierto. Soltó la mano de este y se acercó a su interior: un firmamento de pastillas multicolores de diferentes formas se enredaban unas con otras entre tebeos, lápices de colores y la colección de coches Ferrari en miniatura que tanto le gustaban a Andoni siendo niño. Infancia aniquilada por el éxtasis de la adolescencia. Adela se llevó la mano a la boca intentando reprimir un grito…
-Tú también las tomas, mamá… -balbució Andoni con una media sonrisa de ojos extraviados- A continuación, volvió a ser presa del pánico cuando las voces, esas voces, volvieron a adueñarse de su mente, de sus oídos, de sus ojos, de su mirada, de sus lápices de colores, de sus Ferrari, de su juventud, de sus sueños…
Andoni ya no va al instituto. Tampoco ha vuelto a comer en casa. Ya no oye las voces de los vecinos de arriba, en realidad, tampoco es capaz de oír la suya propia. Sus ojos azules vagan por algún lugar de ese firmamento de abigarrados colores falaces que intentan brillar en la inmensa oscuridad, a la deriva en algún agujero negro interestelar.