lunes, 30 de septiembre de 2013

HUELLAS NÓMADAS



SUEÑO III


HUELLAS NÓMADAS


Soñó que andaba cabeza abajo.

Que las líneas de su mano eran las huellas que iba dejando a lo largo del camino terroso. Huellas de cinco dedos en las que en su epicentro se distinguía el ramaje del árbol de la vida. Miró hacia atrás  sin dificultad y le divirtió el reguero de manos idénticas que dejaba a medida que avanzaba. Pero el viento del norte borró con un fuerte suspiro las líneas torcidas de la caligrafía de sus manos. Se extravió cuando el rastro de sus líneas desapareció, mientras el viento huía con lo hurtado a sus espaldas. Siguió caminando.

El camino de tierra seca se convirtió en arcilloso.  Volvió la diversión. Sobre el ocre del sendero, ahora además se advertían con nitidez, sus huellas dactilares coronando cada pétalo de su mano. Laberintos ovalados se escribían en cada punta de sus dedos. Le pareció distinguir en alguno de ellos la sombra del Minotauro.  Pero la tormenta que se ocultaba en un cielo que ya no podía ver, descargó torrentes de lluvia que difuminaron los surcos de senderos dactilares. Anegaron entradas y salidas laberínticas, ahogaron a la bestia e incluso hasta al mismo Teseo. Ruinas cretenses fueron sus huellas, esqueletos dactilares de su travesía.  Volvió a su extravío. Pero siguió haciendo el camino, con manos huérfanas de pies.

El camino desembocó en una playa de arena fina. Mientras avanzaba por ella observó que sus huellas esta vez no hablaban ni de líneas ni de estampas dactilares únicas e intransferibles. Sus huellas eran minúsculos valles deformes sin contornos definidos en los que se perdían algunas conchas y caracolas mudas. Pequeños hoyos aprendices de precipicios. Le entristeció la metamorfosis difuminada en la que se había convertido el rastro de su camino. El mar, padrastro  de navegantes intrépidos,  le invitó a acercarse a su piel, y en la orilla húmeda volvió a reconocer con entusiasmo los perfiles de esas manos afanosas de construir caminos. Sus palmas se hundían en una arena húmeda que vestía de salitre y de perfume de travesías cada dedo, cada poro, cada huella de su piel. Pero las olas,  celosas del mar,  se precipitaron hambrientas sobre los vestigios sobre la arena y devoraron en un segundo azul todo rastro de andaduras en la epidermis de la orilla.  Y reconoció, por tercera vez consecutiva, ese extravío que deja ciegas a las palabras y mudas a las miradas.

Soñó que andaba cabeza abajo.

Y cuando despertó del sueño, aún la tristeza se deslizaba entre las sábanas. Comprobó que sus pies podían llegar a tierra firme cuando sintió que el frío de las baldosas del suelo los lamían en aquella fría mañana de octubre. Respiró con alivio. Pero al mirar las palmas de sus manos sintió el dolor de llagas abiertas herederas de arduas travesías, espejos de estelas de odiseas de dioses caníbales.

Cicatrizarían.

lunes, 23 de septiembre de 2013

La oración de un niño

 
Cuando me encontré con este texto, no leí la oración de un niño sino que sentí una tremenda bofetada a los adultos en general y a los padres en particular. Educar no solo consiste en recibir conocimientos en un centro educativo sino en una transmisión de valores que nunca debe relegarse a los medios de comunicación, ni responsabilizar de ello a personas o educadores externos. Craso error. La educación comienza en el mismo sofá del salón de casa y, por lo general, es la educación más importante y determinante que recibe el niño y el adolescente. La de las personas que le dieron la vida.  Enseñamos lo que somos. Seamos, pues, mejores docentes en casa.
 
LA ORACIÓN DE UN NIÑO
Señor, esta noche quiero pedirte algo especial: conviérteme en televisor.
 Quisiera ocupar su lugar para vivir como él en mi casa: tendría un cuarto especial para mí, y toda la familia se reuniría a mi alrededor horas y horas. Siempre me estarían todos escuchando sin ser interrumpido ni cuestionado, y me tomarían en serio. Mi papá se sentaría a mi lado cuando vuelve cansado del trabajo, mi mamá buscaría mi compañía cuando se queda en la casa sola y aburrida, mis hermanos se pelearían por estar conmigo. ¡Cómo me gustaría poder disfrutar de la sensación de que lo dejan todo por pasar algunos momentos a mi lado!
Por todo esto, Señor, conviérteme en un televisor, yo te lo ruego.
Antonio Pérez Esclarín, Educar en tiempos de crisis.
 
Si desean leer al completo este interesante y breve ensayo de Pérez Esclarín, lo pueden hacer copiando el siguiente enlace:
www.elistas.net/cgi-bin/eGruposDMime.cgi?...qlhhyCTWTQdgb7‎

martes, 10 de septiembre de 2013

ANDANZAS Y MUDANZAS CASTELLANOMANCHEGAS

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ANDANZAS Y MUDANZAS CASTELLANOMANCHEGAS
Volvió a su tierra un día en el que el corazón fue herido en su epicentro por la punta de un zapato  afilado. No hubo sangre que pudiera cicatrizar la herida, solo fríos vientos de silencio que le invitaban a embarcarse en el navío que le llevaría al viejo mar castellano  que le vio nacer.
 Dudó durante cinco largos días y cinco insomnes noches de esta travesía incierta. Se asomó muchas veces a la playa quijotesca de encinas y tierra seca para intentar ver en la lejanía algún indicio que confirmara su decisión de volver a esas tierras frías y duras cabalgadas por el Cid. Pero su dubitativa mirada solo podía mezclarse con la niebla que llegaba hasta la lontananza, creándose así un brebaje mágico y druídico que unas veces amenazaba con el veneno de lo desconocido, y otras,  alentaba con el misterio de lo ignoto.
 Alguna atardecer, mientras contemplaba el largo  trayecto a recorrer, creyó oír cantos de sirenas que le arrebataban las dudas y las introducían en las profundidades del mar manchego. Emergía, entonces, en el horizonte, la punta afilada de una lanza en astillero y una adarga antigua cabalgando encima de un rocín flaco. La figura cervantina que emergía del horizonte le hablaba de sueños que perseguir, entuertos que desfacer, gigantes que vencer y de quimeras e ínsulas por conseguir. Alentada por este hidalgo de triste figura, era entonces cuando su alma se animaba a viajar de meseta a meseta, era entonces cuando sus huellas se levantaban y deseaban recorrer las riberas del Duero dejando huérfanas las del Guadiana, era entonces cuando el caballero de La Mancha le secaba las entendederas completamente de tanto decirle sin cesar:
- La razón de la sinrazón que a mi razón se hace…
Y era entonces cuando deseaba emprender el viaje en busca de aventuras nuevas que cauterizasen la oquedad de ese corazón taladrado por la punta de un zapato. Y cuando más convencida estaba de emprender el camino hacia el adusto norte castellano, emergía en el horizonte al lado de la vetusta sombra quijotesca del caballero, una figura rechoncha y bajita, con aliento de ajos y de sabiduría popular que, después de echar un buen trago de vino de Valdepeñas de su bota, le explicaba e insistía que aquello que su amo veía en el horizonte no eran gigantes sino molinos, molinos de viento, inmaculados y laboriosos molinos que atrapaban vientos con sus aspas como él mismo atrapaba moscas, y los engullían para llenar sus orondas panzas con las que se estrellaría si hacía caso a su amo en emprender andanzas más allá de las tierras manchegas. Avisada quedaba. Era entonces, cuando decidía permanecer en esa tierra adoptiva de vides, olivos y encinas, anfitriona honesta y cálida con sus forasteros, humilde y humana hasta los huesos, literaria por propia definición.
Y así transcurría la noche, como un bajel a la deriva en un océano peinado por olas de dudas, en un mar manchego donde el sonido de las caracolas se mudaba en cantos nocturnos de grillos que acunaban los sueños e ideales quijotescos y los ronquidos del realismo de panza satisfecha, ambos durmiendo bajo una encina sempiternamente.
Si los maravillosos e increíbles atardeceres sangrientos y azafranados de La Mancha le hablaban de alfabetos cervantinos, los amaneceres de sol robusto y diáfano le seguían iluminando, casi hasta la ceguera, el sendero que llevaba a la Castilla que le vio nacer. El último día del que disponía para decidir su sí manchego o su no castellano amaneció con un aroma conocido: el de la piel del Duero. Reconoció al instante el olor penetrante de sus aguas machadianas, lentas en su discurrir, espejo de los olmos de sus riberas, guardianas de gestas de caballeros, cofres que atesoraban los romances de las alevosías de reyes y nobles. Duero legendario, Duero anciano de versos y poetas, Duero de huellas perpetuas con las que bañaba las faldas de sus ciudades tradicionales, inmovilistas, leales al reloj detenido en el rincón de telarañas del tiempo.
 
 
No solo sintió este aroma castellano sino que desde las entrañas del amanecer apareció en el horizonte un reflejo cegador de una armadura de caballero que, desde una loma peinada por el estío, aparecía montado en su colosal caballo invencible en la Reconquista. La sombra del caballero no era quijotesca, estaba impregnada en polvo, sudor e hierro, de heráldica de castillos, leones y abolengo de piedra luciendo en fachadas de cunas castellanas. De Vivar era su mirada, de Castilla su corazón, admirado por sus mesnadas, temido por los árabes al que bautizaron  el Cid. Señor de sus vasallos, vasallo eternamente de su rey.
Este otro caballero, después de mirarla unos instantes con la altivez y el señorío que solo otorga la victoria de las guerras, le habló de batallas por ganar que la esperaban pacientemente en las puertas de Castilla, de sangre familiar que la añoraba dentro de recintos amurallados, de tierra madre que palpitaría al unísono de sus arterias, de retos por vencer y gestas que engrandecer. Le habló de la lealtad a la tierra que le dio vida, le recordó que la valentía solo era el alfabeto que entendía el amor y la vida, y esta, la vida, solo estaba hecha para los valientes. Ella le escuchó reconociendo su cobardía para emprender un viaje a esa tierra abandonada durante 17 años, pero el aliento poderoso del Cid le animó ofreciéndole las dóciles aguas del Duero para enjugar el llanto, y la dura y árida tierra castellana de la que levantarse después de cualquier caída.
No sé sabe muy bien el porqué lo hizo pero volvió, volvió a su tierra castellana un día caluroso de los del mes de julio. A medida que se alejaba de La Mancha entre casas encaladas de recuerdos y cinceladas de añil, sentía como una parte de su corazón se quedaba allí, entre olivos, vides y encinas, enterrado en Cuevas de Montesinos, fundido en la piedra de los castillos de la Orden de Calatrava, reflejado en las cristalinas aguas de las Lagunas de Ruidera, cobijado bajo las alas de las aves de las Tablas de Daimiel. En una loma divisó el adiós del caballero quijotesco y su leal escudero:
-          ¡Seguirán siendo gigantes aunque te parezcan molinos…! – le gritaba insistentemente en la lejanía su ya amigo Don Quijote.
Llegó al final de su viaje: a la Castilla fría y sola, recia de palabras, la noble y leal tierra amasada por el silencio, los poetas y los caballeros. Su corazón se instaló allí por la inercia que concede el tiempo y lo inevitable. Corazón incompleto.  Su amigo Don quijote tenía razón: eran gigantes, no molinos. El Cid también: las aguas del Duero enjuagan su llanto y las lágrimas son conducidas a un mar de encinas y casas pintadas de añil, mientras la dura y árida tierra castellana la invita a levantarse de nuevo.


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