miércoles, 22 de septiembre de 2010

DONDE NADA MALO TE PUEDE OCURRIR


Fotografía: Tiffany’s - Manuel Mª Torres Rojas - http://manuelmariatorresrojas.blogspot.com


Al niño Manuel, que siempre fue Guillermo


Tiffany’s , el mejor lugar del mundo, donde nada malo te puede ocurrir.

Asomó sus cándidos ojos a la cristalera del escaparate. La joyería aún no había abierto sus puertas a esas horas de la mañana; algunos rayos de sol aún dormían perezosos tras los edificios que acariciaban su esbelta espalda coronada por ese collar que parecía trazar la línea de caricias sobre los tirantes de su vestido.

Pensó que no desayunaría con diamantes, ni esa mañana ni ninguna otra. Lo había decidido la tarde anterior, cuando unas manos temblorosas habían introducido en su dedo anular un círculo dorado adornado de principio a fin de pulidos diamantes que sólo le hablaban de reflejos irisados. Y ella siempre había preferido los destellos de la luna poseyendo el mar…

Miró el brillo cegador del anillo en sus manos, que era un espejo del centelleo de los ojos de quien la obsequiaba a cambio de su libertad de estrella nómada. Y sintió nostalgia de abandonar ese cielo impregnado de aroma a tierra húmeda. En un acto de valentía, se despojó de la sortija, del eslabón de la cadena, y el enlace de grilletes recuperó el vuelo libre del viento. Depositó el anillo en la palma de la mano de quien se lo ofreció, junto a una negativa que se caramelizaba con el brillo de sus labios. Le pareció ver junto al aro el resplandor de una lágrima que se confundía con la pátina de los diamantes. O quizá fuera una falacia de la luz.

Se despidió con el adiós infinito que sabía que sigue al desdén. Y vagó la noche entera como satélite errante de su propio yo. Por eso esa mañana se encontraba allí, donde nada malo te puede ocurrir, frente a Tiffany’s. Quería verlo por última vez, para convencerse de que los atajos del corazón no acaban siendo más que remiendos que tarde o temprano se acaban por descoser. Y lo vio. Una rubia dependienta, de curvas sinuosas e insinuantes, depositó el anillo de diamantes en el escaparate, devuelto, con toda probabilidad, la tarde anterior con los ojos ruborizados del hombre que ve pisoteado su privilegio de Adán; lo prendió de un dedo anular inerte, al que no le importaba ni el reflejo de la luna, ni las estrellas nómadas. Sin lugar a dudas, ese era el sitio perfecto para la joya.



Ella examinó el anillo tras las cristaleras mientras mordisqueaba el croissant que había decidido como desayuno para esa mañana, con la calma que da ver alejarse una tormenta que ha desviado su rumbo. Tras los cristales oscuros de sus gafas de sol, todo adquiría una seducción que se difuminaba con los colores rebeldes del amanecer.

Cuando había decidido irse a descansar, observó que un hombre joven, con sombrero ladeado, entraba en la joyería haciendo un traspié fruto de esa euforia que se instala en el lado izquierdo del pecho. Entró en Tiffany’s y tras breves palabras con la eterna sonrisa de la dependienta, ésta alargo su brazo hasta el anillo que reposaba en la mano inerte del escaparate, y se lo ofreció como solución inequívoca a los interrogantes del joven.

Justo en ese instante, ella, la que hacía unas horas había acariciado esos mismos diamantes y su alto precio ajeno a los ceros, sonrió tras sus cristales oscuros. Pegó el último bocado a su croissant y le pareció que esa mañana la luz del sol tenía una claridad distinta, tanto o más que aquellas piedras. Volvió a sonreír y sus pasos se encaminaron hacia la espontaneidad del camino, enfundada en unas ligeras medias negras que, sin saberlo, eran seguidas por unos ojos anónimos de deseo que serpenteaban al ritmo de sus curvas.

Se prometió volver a Tiffany’s la mañana siguiente. El desayuno estaría servido.

viernes, 17 de septiembre de 2010

LABERINTO SIN MINOTAURO

En el laberinto del Minotauro sólo existe una única puerta de entrada y salida, la misma que abren tus pasos, la misma que cierran tus recuerdos.

Caminarás en penumbra de antorchas por húmedos pasadizos que gimotean lágrimas de azufre. Los latidos de tu corazón acompasarán al ruido de tus pasos rasgando la niebla azul. No necesitarás de tus ojos, la memoria encenderá suficientes teas como para iluminar tu ignoto camino.

Serpentearás por galerías, tan profundas como el alma, tan misteriosas como los velos de la noche. En el silencio del laberinto sólo viajarás con el eco de tu pasado. Llegarás a estrechos pasajes que te resultarán desconocidos pero el tiempo te susurrará al oído que hay huellas recientes en el suelo con tu mismo nombre.

Sabrás que has llegado al centro cuando sientas los rugidos del Minotauro arañando tu piel, devorando tus oídos. No despistes tu espíritu ni un solo instante, los ojos carnívoros del fauno se encenderán acechantes tras tu espalda. Es cuando deberás hacerle frente y vencer al monstruo sin temor, el mayor monstruo es el miedo. Asegúrate de haberle vencido antes de regresar a la salida, un animal herido es el peor enemigo. Incinera sus restos en el fuego purificador del olvido y arroja sus plateadas cenizas donde el viento no las pueda encontrar nunca más.

Inicia entonces tu viaje de regreso y de salida triunfante en honor a Teseo, pero ¡pobre de ti si has olvidado atar el hilo de Ariadna en la puerta de entrada para que guie tus pasos de vuelta! Estarás condenado a vagar eternamente por el laberinto de lo que no tiene fin, y los inviernos del tiempo acabarán metamorfoseándote de Teseo a Minotauro. Y es cuando otro vendrá a por ti como tú fuiste a por él, buscando vencer a aquél que fue vencido al obtener la victoria.

domingo, 5 de septiembre de 2010

PANORÁMICA DESDE MI MESA DE SEPTIEMBRE

Llegó el día esperado como llega la borrasca al otoño.

Exámenes de septiembre, esa nube negra que acecha encima todo el verano. Entro en el aula y observo mi mesa de profesora por la que no ha pasado ni julio ni agosto, ella tiene la fórmula de la eterna juventud. Me siento y rememoro el fotograma de dos meses atrás cuando las vacaciones eran esa brisa que iba a dorar mi piel.

Los recuerdos se esfuman entre el olor a tiza seca cuando los veo a Ellos acercarse tímidamente a la puerta del aula. Van entrando lentamente, como gotas languideciendo de una fuente que no quiere callar. Temen sus pasos. No les asusta el examen tanto como el saber que traspasar el dintel de la puerta del aula significa cerrar la libertad de las vacaciones con la llave que se tira al mar. Arrastran sus pies como si llevaran cadenas con bolas de presidiario: sienten que entran en el calabozo de la preparación para ser adultos. Y a ellos no les gustan las personas mayores desde que hablaron en silencio con El Principito. Quizá yo fui responsable de ello.

Los saludos son breves, quiero ahorrarles la tristeza de rememorar su libertad de gorriones de verano. Ya habrá tiempo para ello. Reparto los exámenes que, por la expresión de sus caras, siento que son pesadas losas blancas que caen sobre sus mesas, sobre su espacio de 60x40 con el que tendrán que convivir otros nueve meses. Nueve duros meses de embarazo cultural en los que permanecerán flotando en la placenta de libros que les hablarán de mundos desconocidos, con ecuaciones donde la equis dejará de ser un aspa, con países que jamás llegarán a conocer, con fórmulas químicas con las que siempre convivieron o con poemas que traducirán su tumultuoso mundo interior de adolescentes. Por la expresión de sus caras, siento y presiento que ya están deseando el próximo parto para junio.

Comienzan a leer el examen en silencio, esas preguntas que han sido cábalas veraniegas, apuestas de combinaciones de loterías cuya base la han tomado teniendo en cuenta lo que ellos creen que son mis gustos literarios. Esperan haber acertado en sus pronósticos. Los observo y sus rostros se convierten en poemas tristes, de euforia, de esperanza, melancólicos, de desdén, de alegría. Me temo que los de la fila de atrás tardarán cinco minutos de cortesía en entregarme la losa blanca sin tallar. Y, lamentablemente, no me equivoco.


El resto se agazapa sobre sus exámenes para escribir su verano de gesta de libros. Algunos prefieren tomarse antes su tiempo para recordar con nostalgia sus primeros escarceos con las largas noches de verano. Bolígrafos de colores danzan sobre sus folios el baile maldito de septiembre, ese mes que aniquila su libertad de niños adolescentes columpiándose en el eco de la felicidad.

Los observo atentamente, no por las clandestinas chuletas que ni se atreven a preparar, la experiencia les aconseja otros atajos, sino por estar presta a cualquier duda o solicitud: eso les tranquiliza y les da seguridad para correr la maratón hacia el aprobado. A ratos, sus ojos miran hacia arriba, hacia el infinito, como entonando un cántico de súplica a los dioses de la lluvia de ideas para que les iluminen esa pregunta que vagó allá por el mes de abril, el mes más cruel, pero sólo recuerdan el aroma de aquella primavera de flores recién brotadas.

Aquellos que escriben más, sacan la lengua hacia un lado: se relamen al saborear ya un muy probable aprobado que les embarque en el crucero del curso siguiente, gruta misteriosa en la que penetrarán a oscuras y acabarán encendiendo antorchas que no se apagarán en el resto de sus días.

Algunos me miran de soslayo con la esperanza de ver escrito en mi rostro el recuerdo de largas explicaciones tan pertinentes para sus folios ávidos de palabras. Les respondo con una sonrisa de aliento que despierta su instinto lingüístico, aletargado por el bochorno estival donde los únicos alfabetos eran los juegos de libertad.

El último en entregarme el examen mira con sorna mi bolígrafo rojo, policía guardián de mi mesa. Sabe con seguridad que no se derrochará en su examen. Por la tarde, en mi casa, me alegro de darle la razón.

Bajo las persianas, los ojos del aula necesitan dormir, ha sido un día duro. Me dispongo a irme con mis exámenes bajo el brazo y desde la puerta, miro a mi mesa de septiembre que despliega su calendario y me mira burlonamente enseñándome el nombre de todos los meses del año hasta junio.
Y me siento como uno más de ellos… no por volver, sino por no haber ido… Pero, para eso está la Literatura…
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