''Adán y Eva
(Adam und Eva)
Alberto Durero, 1507
Óleo sobre tabla • Renacimiento
209 cm × 81 y 80 cm
Museo del Prado
EL OMBLIGO DE ADÁN
Dicen aquellos que se alimentan
diariamente de algo inmaterial que llaman espíritu, dios o alma, que lo difícil
no es mantener la fe sino tenerla. Lo difícil es encontrarla, añaden otros.
La primera parte de la anterior
afirmación era la que el padre Damián le susurraba al oído todos los días a los
feligreses que acudían a confesarse a la pequeña iglesia del más pequeño pueblo
todavía del que era párroco. No se sabe muy bien si se lo susurraba en voz
apenas perceptible, bien por la coyuntura del recinto sagrado en el que se
encontraban, bien porque la voz se le apagaba como la llama de una vela en
carencia de oxígeno al pronunciar esa sentencia de mantener la fe. Lo que sí
sabemos es que la segunda parte de la afirmación, “lo difícil es encontrarla”,
era incapaz no solo de pronunciarla sino de masticarla y mucho menos de
digerirla. En este punto, la vela siempre sería un cirio eternamente apagado,
luz errante envuelta en crespón.
Tenemos constancia de que al Padre
Damián le gustaba leer. Comenzó siendo una afición que mitigaba el hastío de
las largas noches de invierno y nieve que asolaban al pequeño pueblo cuyo
nombre no quiero acordarme, y acabó convirtiéndose en una adicción diaria, sana
para el lector cultivado, pecaminosa para algunos colegas del padre Damián si
tenemos en cuenta que las lecturas que hacía nuestro párroco no se limitaban a
misales u obras hagiográficas, sino a autores consagrados por la Madre
Literatura que abrían los ojos al mundo y a la cultura a todo aquel que deseaba
ver. Ya sabemos que en el mundo eclesiástico la ceguera era un mal común, otros
se conformaban solo con mirar, pero los que se atrevían a ver debían acabar en
la hoguera cervantina junto al escrutinio de los sueños caballerescos, tal y
como afirmaba el Padre Ceferino.
No sabemos cómo esos ejemplares
de libros herejes caían en las manos del Padre Damián, pero aquella noche de
diciembre, más fría de lo habitual, mientras nuestro sacerdote se arropaba en
la cama con tres mantas de basta lana confeccionadas por una misma lugareña que
bien lo quería, creyó encontrar la causa de su pesar:
- _ La culpa
la tiene ese maldito Unamuno… -masculló nuestro Padre en voz alta.
Hacía un par de semanas que el
párroco había terminado de leer la nivola
de Unamuno que llevaba por título San
Manuel Bueno, mártir. Para aquellos lectores que hayan seguido los consejos
del Padre Ceferino y no se hayan acercado a sus heréticas páginas, la novela
abordaba el drama de un párroco que había perdido la fe pero que sin embargo se
afanaba por mantenerla en sus feligreses con el objetivo de que siguieran
siendo felices y no desdichados como él, nadando en la ignorancia, fiel
principio que el propio Unamuno debatió en sus galerías del alma. El antiguo rector de la Universidad de
Salamanca era el culpable de todos los males del Padre Damián, así lo sentenciaba
la razón de nuestro párroco entrado en años. Su fe se tambaleaba como una copa
de fino cristal apoyada en la punta de un alfiler.
En realidad, la culpa no era de
D. Miguel de Unamuno. Todo empezó cuando en las manos del Padre Damián cayó un
libro de arte que contenía algunas pinturas del Museo del Prado. No podemos
ocultar que a nuestro párroco al principio le aburrían, incluso tuvo pesadillas
goyescas, pero sus ojos cansados y apagados por el martilleo del tiempo se le
encendieron de inmediato al detenerse en dos tablas pintadas en 1507 por el
alemán Alberto Durero. Se trataba de la representación de Adán y Eva. Desnudos.
Solo sus partes más íntimas eran ocultadas por hojas de un manzano, pero para
el Padre Damián, desnudos, completamente desnudos. Se sonrojó al imaginarse qué
pensaría el Padre Ceferino si le descubriese en ese momento observando tales
pinturas. Y no se equivocaría de su reacción si hubiera sabido que en el siglo XVIII Carlos III ordenó que
estos cuadros, junto a otros desnudos, fueran quemados por su contenido obsceno.
Finalmente, alguien le debió hacer cambiar de opinión, (seguramente alguna
mujer) y los conservó para que sirvieran de enseñanza a los jóvenes artistas.
Observe el lector que esa ceguera de la que hablábamos, no solo ha sido propia
del mundo eclesiástico sino también de los poderes públicos, pero no
abandonemos a nuestro Padre Damián envuelto en sus mantas de abrigo.
No fue el desnudo de Eva, tampoco
el de Adán, lo que le llamó la atención a nuestro Padre. Tampoco el incuestionable
valor artístico de las tablas. Ni tan siquiera la belleza pictórica de un
Renacimiento que acababa de nacer sumido en las oscuridades de la Edad Media.
No, dejemos las suspicacias para el Padre Ceferino. Lo que le llamó la atención
a nuestro protagonista fue el ombligo. Para ser más exactos, dos ombligos. El
de Adán y el de Eva, por supuesto, el suyo propio había dejado de mirárselo
desde que se topó con D. Miguel de Unamuno. Si ellos habían sido los primeros
seres creados ¿cómo era posible que tuviesen ombligo? ¿Quiénes les había
parido? Habían sido creados a semejanza de Dios, al menos Adán, que la otra no
era más que parte de su costilla, y tenía entendido que ese Dios era masculino
o al menos, para nada femenino. ¿Dios, ahora, iba a ser una mujer? ¿Qué era
exactamente en lo que creía? ¿Qué le habían enseñado? ¿Qué era lo que él mismo
defendía y predicaba?
Las dudas le duraron algunas
horas. Se sintió protagonista de la novela anteriormente citada de Unamuno, no
porque hubiese creído reveladores los ombligos de Durero, sino porque esta
parte tan humana del cuerpo, tan unida a la génesis de nuestra existencia, le
había hecho plantearse cuestiones que iban más allá de ombligos. Realmente, de
dónde veníamos, y, sobre todo, a dónde vamos ¿Quién es, era o fue Dios? ¡Pobre
Padre Damián! Creía haberse formulado preguntas inéditas. Debemos disculparlo
si tenemos en cuenta que los libros de Filosofía no caían en sus manos, aunque
debemos alegrarnos de que no conociera a Nietzsche porque entonces D.Miguel de
Unamuno le hubiera parecido una hermanita de la caridad.
Rápidamente, decidió tomar cartas
en el asunto. No toleraba que un artista como Durero pusiera en duda los
pilares del cielo, y por extensión, los suyos propios. ¿Cómo se había atrevido
a pintarle ombligos a Adán y a Eva? ¿Cómo osaba tambalear los cimientos del
Génesis? Quizás influido por la lectura de Cervantes, nuestro Padre Damián se
puso la vestimenta de Don Quijote y decidió desfazer
el entuerto. Ese mismo domingo iría al Museo del Prado y borraría para
siempre de esas dos tablas, sendos ombligos ofensivos para la Cristiandad. Eso
haría. Estaba decidido.
Sin Rocinante ni Sancho Panza,
solo acompañado de un frasquito de alcohol de alta graduación y un estropajo,
vemos a nuestro Padre Damián esperando al autobús que le conducirá a la capital
del reino, sentado en un mojón afincado entre la mal asfaltada carretera y un
trigal que queda a sus espaldas. Mientras espera, aciertan a pasar por allí
tres muchachos de unos ocho años que lanzan carcajadas indiscretas al observar
la estampa del Padre Damián con su sotana negra más que raída, su alzacuellos
de párroco desprendido en parte ya que hace un par de años que se rompió y no
se ha suplido, y su sombrero negro deshilachado que ha soportado las lluvias de
nada menos que cincuenta años. Y es que el lector debe disculparnos el olvido o
la omisión en la narración, pero el Padre Damián llevaba solo un par de años
siendo el Padre Damián. Anteriormente fue el sacristán de la pequeña iglesia
del pequeño pueblo del que hablamos, pero un día, más exactamente el día que
falleció su madre, sus facultades mentales
-limitadas desde que nació pero siempre respetadas por el Padre
Ceferino, párroco de la localidad-
decidieron convertirle en el Padre Damián. Desde entonces, los
feligreses siempre le respetaban tanto como le compadecían, y los muchachos se
burlaban tanto como se reían.
Y ahí tenemos a nuestro párroco,
llegando al Museo del Prado, burlando el registro de enseres por los guardias
de seguridad, apretados contra su pecho un frasquito de alcohol y un estropajo
como armas liberadoras del Catolicismo. Sí, ahí lo tenemos, localizando las
tablas de Adán y Eva de Durero e
intentando salvar el cordón que las separa del visitante. También lo han
localizado hace rato las cámaras del Museo. Su indumentaria obsoleta y
estrafalaria, y sus pasos serpenteantes de sala a sala no pueden pasar desapercibidos.
Cuando cree que su mano aferrada a un trapo goteando en alcohol se acerca a los
ombligos en discordia, cuando saca a su Tizona
-que el Poema de Mío Cid también
se lo ha leído- para acabar con los
ombligos del infiel Durero, otras manos del personal de seguridad lo echan
abajo. El frasquito de alcohol se rompe en mil añicos en el suelo del Museo.
Alarma que suena. Alzacuellos rodando en un semicírculo a los pies de las
tablas. Sombrero pisoteado por el Caballero de la Blanca Luna. Invitación del
Padre Damián al personal de seguridad a la confesión.
El juez se lo vuelve a repetir:
- _¿Cuáles
fueron los motivos que le llevaron a dañar el patrimonio artístico?
El Padre Damián solo puede
contestar con una pregunta al juez:
- _ ¿Por qué
tienen ombligo Adán y Eva?
El juez no sale de su asombro. El
Padre Ceferino, que ha acompañado al Padre Damián al juicio, arruga los labios,
mueve la cabeza de un lado a otro y piensa que esa misma tarde, cuando regrese
al pueblo, tendrá que deshacerse de todos esos libros prohibidos que esconde en
la sacristía, lugar de juegos de Damián desde que era un niño.