domingo, 30 de mayo de 2010

SUEÑO I: EL LOBO


A propósito del sueño, esa siniestra aventura de todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres se acuestan diariamente con una osadía incomprensible, si no supiéramos que es a causa de la ignorancia del peligro.
( Baudelaire )


Recuerdo aquel sueño de noches de primavera oliendo a lilas recién brotadas.

A la corta edad de diez años los recuerdos caben en un pequeño puño, las experiencias no agotan los dedos de una mano.

Las vacaciones de verano estaban próximas, y la primavera brotaba lujuriosamente en cada rincón del Parque del Castillo. Ese recinto era el lugar sagrado, mágico, en el que los juegos y sueños de los niños del barrio, se mezclaban y confundían hasta no poder discernir con absoluta nitidez qué se había jugado y qué se había soñado.

El Parque era un hermoso jardín que rodeaba un histórico castillo que apoyaba somnoliento su cabeza sobre la Catedral de la ciudad. Estos espléndidos jardines tenían un rincón muy entrañable para mí: en un recodo descuidado por el jardinero, en una esquina olvidada de este espléndido “locus amoenus”, en un lugar ajeno a los mimos de una mano que embellece flores, en un ángulo apartado que cobijaba los despojos del Parque, habitaba un rebelde lilo, que con insolencia embellecía todas las primaveras ese rincón desafortunado con una fragancia que nunca más pude volver a percibir de igual modo. Adornaba y perfumaba con provocación un rincón que sólo recibía las malas hierbas que estorbaban a la primavera. En mayo, yo sabía que tenía una cita a la que no podía faltar: recoger un ramo de esas lilas. Estiraba mis cortos brazos y me apoderaba del generoso regalo violáceo con que ese árbol me saludaba cada primavera. Allí me perdía en mi paraíso particular. Aspiraba su aroma que penetraba en todo mi ser infantil como el agua que fecunda la tierra árida. Desde entonces, el aroma de las lilas me recuerda la piel suave de la primavera.

Cerca de este rincón tan entrañable e íntimo, había una ermita románica, siempre cerrada, que bajaba su modesta mirada ante la imponente Catedral que la miraba de frente con altivez. Al regresar a casa con mi tesoro de lilas, tenía que pasar ante la misteriosa ermita; sus muros callados de piedra me observaban con curiosidad de siglos pasados, su silencio sólo era violado por el aleteo del cortejo de cigüeñas que anidaban en su campanario, en ese dedo que apuntaba al mismo cielo.




Fotografía: .7 http://www.flickr.com

Ese atardecer regresé a casa entre recuerdos de lilas, de jardines, de piedras, de castillos, de ermitas medievales, y me embarqué en el crucero del sueño:

La noche estaba cerrada. Era primavera pero una leve y difusa niebla envolvía mis pasos. Me dirigía a por mi ramillete de lilas. Para llegar a mi objetivo debía pasar por la ermita durmiente. Caminaba lentamente. A mi derecha, los imponentes bloques de piedra color canela de la ermita parecían pulidos terrones de azúcar que me atraían hacía ellos. La ermita tenía un ángulo que dibujaba su cruz latina. Me acercaba a esa esquina que no me dejaba ver lo que podía ocultar. A medida que mis pasos me llevaban a ella, una sensación de calor me invadía. Con cada paso que acortaba la distancia a ese recodo, la temperatura ascendía hasta que el calor llegó a ser asfixiante. En mis oídos penetraba un pitido ensordecedor que me alarmaba del peligro que acecha, que no se ve pero que se mira con los ojos de la intuición infantil. Mi vista alcanzó la esquina. Ya podía descubrir qué, quién estaba allí. Mi retina enfocó a un enorme y feroz lobo, canino de pesadillas de niños, que salió a mi encuentro. Su pelo tenía el mismo color canela que los muros de la ermita. Este “santo” recinto había parido de sus entrañas unos colmillos amenazantes. Se abalanzó sobre mí con sus fauces devoradoras de sueños. Grité. Las lilas seguían floreciendo hasta el amanecer. Desperté.

La única vez que he vuelto a ver un lobo ha sido real, en una ruta por veredas escondidas y montañas escarpadas de mi tierra. Aullaba marcando un territorio que el hombre con pasos lentos estaba empeñado en usurparle. Fue un encuentro maravilloso, tanto como alcanzar aquellas lilas de mi infancia.

Penetrar en una ermita… me cuesta más…bastante más…

martes, 25 de mayo de 2010

Paul Auster. El Palacio de la Luna

Fotografía: Libertinus, http://www.flickr.com/

Cuando se toca el cielo en la inmensidad de la noche y se navega en las infinitas olas de las estrellas bajo la plata de la luna, descubrimos un inabarcable salón azul que nos sitúa en el punto exacto de una pequeña estantería, ocupando el ínfimo lugar de una mota de polvo. Es en este preciso instante cuando comenzamos a crecer como Alicia. Tal vez Paul Auster tenga razón…



Una vez que echas tu vida por los aires, descubres cosas que nunca habías sabido, cosas que no puedes aprender en ninguna otra circunstancia (…)


Uno no puede fijar su posición exacta en la tierra si no es por referencia a un punto en el cielo (...). Un hombre no puede saber dónde está en la tierra salvo en relación con la luna o con una estrella (...) si no miramos arriba nunca sabremos que hay abajo (...). Nos encontramos a nosotros mismos únicamente mirando lo que somos. No puedes poner los pies en la tierra hasta que no has tocado el cielo.

viernes, 21 de mayo de 2010

ÚNICO DESENLACE


Mecí mi deseo en la cuna del agua de tu cuerpo,
vaivén de olas infinito
que lanza gemidos incandescentes.

En la playa fugada de la noche
exploramos islas salvajes de húmeda piel,
ojos lujuriosos de luna
que nos miran
que nos delatan
que nos desean.

Tu mirada penetró en el temblor de la pasión
y nos deslizamos juntos por el vértigo del abismo,
delirios en un laberinto
en el que con suspiros cegamos la única salida,
hasta que nuestros cuerpos yacieron fundidos
en un único abrazo
en un único reposo
en un único desenlace.

sábado, 15 de mayo de 2010

PALABRAS COMO ESPADAS



Una caricia nunca llega hasta el alma, una ofensa, la taladra.

Cuando oyó el ruido de la puerta cerrarse de golpe tras él como estallido de bomba que anuncia un infinito silencio de muerte, sintió el alivio de los cipreses que intentan besar el cielo. Por fin se había ido, aunque en las huellas de su fuga había quedado un rosario de lastimeras palabras con cuentas hechas de coronas de espinas.

Se acurrucó, como cuando siendo niña se sentía triste, frente a la pared del dormitorio, convirtiéndola en su propio muro de las lamentaciones. Sintió como un ensordecedor silencio penetraba por sus oídos como agua bautismal que redimía los aullidos de lobo que acababan de pasar por ellos. El aire que respiraba le producía dolor porque estaba empapado aún de palabras de acero afilado que flotaban en la atmósfera de la habitación. Quiso llorar, pero no pudo.

Una lengua carnívora había devorado con avidez, minutos antes, la dignidad de la mujer que ama con un único propósito, el de amar. Esos labios masculinos que antes desearon arrullarla con una balada de caricias, ahora arrojaron incandescente lava justo donde antes habían posado besos de mariposas. Los ojos que tantas veces la habían envuelto en arena húmeda de playas ignotas, eran ahora tempestades arribando a la orilla cargadas de reproches y de palabras tormentosas que descargan con furia el granizo que llega de las regiones frías. Esas manos que habían tatuado sus huellas de deseo en las parcelas abismales de su piel, se habían convertido en flechas amenazantes robadas del carcaj de Cupido.

Las palabras no se las lleva el viento, son hijas del fuego que devora la seda con voracidad; el viento sólo arrastra sus cenizas hasta depositarlas en el mar para que sean consoladas por un vals de olas que, en un cortejo fúnebre las entierra en las profundidades del océano que calla. Pero siguen ahí.

Con la lentitud de la tristeza, se incorporó y fue limpiando sus ropas ultrajadas de la sintaxis de cuchillos. Recorrió cada rincón de la casa recogiendo ofensas de rosas mustias, no quería dejar ni una sola semilla olvidada que con el paso del tiempo germinara clandestinamente entre las sábanas de su alcoba, o en la alfombra de la chimenea, o en el cojín del sofá, incluso recogió las espinas de esas rosas que aún flotaban en el café recién hecho de esa mañana. Y cuando hubo terminado su labor de resurrección de Ave Fénix, hizo un ramillete con esas rosas ajadas y las depositó en el adiós del amante que las pisoteó. Sacudió por la ventana su corazón de alguna hojarasca que aún había quedado y regó con lágrimas el nuevo pensil de flores calladas que colgó en la mirada de sus ojos.

Y la noche silenció la batalla de palabras como espadas. Se unió a la gesta de mujeres sin nombre que como ejército de espectros en la oscuridad salían valientes del exilio de sus tumbas violeta, cuando caía el sol, con el fin de recoger las cobardes espinas de rosas muertas, en un intento de evitar más heridas carmesí en el camino de frutas prohibidas que transitaban las hijas de Eva buscando el Paraíso terrenal.

domingo, 9 de mayo de 2010

LE ESPERABA BAJO LA CAMA


Las costas de Samaná eran acariciadas por el océano Atlántico, al noroeste de la República Dominicana. Lucía con orgullo de siglos la gesta de haber sido la primera provincia realmente hostil a Cólon. Sus antiguos pobladores, los ciguayos, no se lo pusieron fácil al conquistador aunque su pleitesía fue inevitable con el doloroso olor de la pólvora. Samaná había sido generosa acogiendo a los esclavos africanos fugados, los “cimarrones”, que no quisieron o supieron someterse al acero cortante de la piel blanca. Y así pasaban los días y las olas en Samaná, entre recuerdos de espumas y el quehacer pausado de sus moradores de mareas.

A Feliciano le despertó esa mañana el olor de la mar en calma que se impregnaba en sus ya ancianos huesos. Notó aún tibio el valle de las sábanas que había ocupado a su lado Anafé. A pesar del paso de los años, no imaginaba el despertarse sin ese cálido tacto ausente que su mujer le ofrendaba cada mañana, era el ritual de cada amanecer. Sin duda acababa de levantarse para preparar el tradicional mangú, plátanos verdes triturados con mantequilla, acompañado de salami, huevos o queso frito. Un olor ácido penetró por su pituitaria: hoy tocaba el queso.

Al sentarse a la mesa su apetito desapareció cuando Anafé le recordó que aquella tarde era la convenida para llevar a su hija Yahaira a la casa espiritual de Mami Reyna. Habían pasado los lentos años y el vientre yermo de Yahaira no había concebido ningún hijo; incluso su marido le había amenazado con abandonarla ya que no era capaz de engendrar como una hembra la semilla que inmortalizara su piel morena, su piel carnívora, su piel de macho. Anafé estaba convencida de que el mal de ojo se había apoderado de Yahaira como la marea se apodera de las sólidas rocas. Cuando nació, debieron de haberle puesto la cinta roja en la muñeca para impedir que seres sin nombre invocaran en ella a los espíritus malignos. Mami Reyna, la santera del pueblo, podría ayudarles, era la intermediaria entre el creyente y la vida sobrenatural, podría encender en las entrañas de la chica la fertilidad que voló junto a la golondrina del mar.

Feliciano no ocultó la cara de desagrado cuando Anafé le recordó que no se olvidara de coger la gallina del corral, elemento imprescindible para el ritual purificador. En las largas noches de verano, su esposa le había contado que todos nacemos con un ritmo espiritual en la vida que no debe ser interrumpido y, si es así, la persona no podrá realizarse plenamente, es por eso por lo que para restaurar ese ritmo es necesario el sacrificio de un animal ya que la sangre del mismo está ligada directamente a un ritmo en el cuerpo del animal. Feliciano jamás entendió, ni quiso hacerlo, estos rituales heredados de sus antepasados. Él relajaba su alma con el crucifijo católico que coronaba su cama, igual que la mar se relajaba con la luz de la luna cuando se posa en las olas de plata.

Al llegar frente a la puerta de la casa de Mami Reyna, Yahaira lanzó al viento lágrimas en un suspiro temeroso que demandaba la fecundidad de su vientre seco. Feliciano aferró la mano de su hija como se amarra un timón en una tempestad. Les salió a recibir la negra santera con una reverencia mientras apoyaba las palmas cruzadas sobre los propios hombros: las santeras nunca daban la mano porque creían que los espíritus malignos o benéficos podían pasar de un cuerpo a otro con el contacto físico. A Mami Reyna le acompañaba Francisco, un mulato cinquentón, el “hombre bueno” del pueblo, el que todo lo ve, el que todo lo calla, el que está para ofrecer la mano al que está abatido en la profundidad de la selva, el que da pero se esconde para huir de agradecimientos, el que se funde con la sangre de los ríos de su tierra, el que oye las confidencias de los espíritus de mil nombres pero que silencia discretamente los secretos de sus lenguas voraces.

Mami Reyna les ordenó sentarse en círculo en el suelo y se acomodaron en el círculo de la vida que espera. La santera miró a Yahaira y se enfrentó con la desesperación de sus ojos negros como azabache, y en esa oscuridad oyó las voces de mil esclavos africanos castigados por sus amos por adorar a sus dioses; sus ancestros no tuvieron mejor ventura que enmascararlos con los católicos para que su dignidad de hombres no fuera pisoteada hasta la saciedad. Así nació la santería en Samaná, así se lo había contado a Mami Reyna su bisabuela: la religión tradicional yoruba de sus antepasados, esclavos negros, tuvo que fundirse con la católica en un baile de máscaras falsas para no sucumbir en el naufragio de la intolerancia.


Acostumbrada a solucionar problemas domésticos, Mami Reyna abandonó las regiones de los recuerdos y preparó, con la ayuda de Francisco, la ceremonia: dieciséis caracolas, un caracol diferente, una piedra y otros enseres. Las caracolas se arrojarían sobre la estera varias veces, y cada tirada encerraría un mensaje adivinatorio. El sacrificio de la gallina sería previo al viaje al más allá. Feliciano no pudo reprimir su repugnancia cuando la sangre del animal se reflejó en el cristal de los ojos de los presentes. Jamás se podría acostumbrar a esos rituales que no tenían nada que ver con su dios católico. Así se lo había hecho saber a Anafé, pero ella albergaba la añeja esperanza femenina de que su hombre algún día entendiera el poder de la tradición que corría por las venas labradas de los siglos en Samaná.



Mami Reyna tiró las caracolas a la estera que como estrellas solitarias fueron formando la constelación del devenir, y una de ellas, como cometa errante se salió del círculo marcado por la santera y fue a estrellarse junto al pie derecho de Feliciano. Mami Reyna frunció el ceño, Francisco abrió los ojos de oscuras cuevas, Feliciano con naturalidad, devolvió la caracola al círculo que ceñía la cintura de la vida. La santera reunió las conchas e hizo un nuevo intento. Las caracolas volvieron a rodar pero una de ellas se posó como mariposa negra sobre el pie, ahora izquierdo, de Feliciano. Mami Reyna bajó la cabeza y apretó los labios, Francisco retrocedió su cuerpo como quien se asusta de fantasmas anunciados. Feliciano, empezándose a hastiar de tanto juego recogió la caracola y con desgana la devolvió junto a las demás. Anafé y Yahaira encogían su corazón ante la absoluta incomprensión del baile de caracolas. La santera optó por un último intento, y la misma concha volvió a cobijarse en el ángulo cruzado de las piernas de Feliciano, que esta vez, cansado de la rotación del molusco, lo agarró enfadado y lo depositó en el bolsillo de su pantalón. Ante este acto, su mujer e hija le reprendieron con la mirada, Mami Reyna y Francisco le miraron con compasión. La santera se levantó, cogió de las dos manos a Yahaira y le anunció, ante la perplejidad de la muchacha, que sabría si su vientre estaba fecundado en la próxima luna llena.

En las noches de plenilunio, a Feliciano le gustaba pasear por la orilla de la playa de Samaná antes de irse a acostar. El contacto de sus pies desnudos con las olas que llegaban perezosas a la playa eran la nana que arrullaba el umbral de sus sueños. Sintió el frío lamido del agua y decidió regresar a casa. Anafé ya estaba acostada y se acurrucó a su lado sintiendo ya la felicidad que experimentaría al amanecer cuando se despertara y sintiera en las sábanas el calor tibio de la mujer que había hecho el crucero de la noche junto a él. Pero esa noche, las tinieblas fueron diferentes.


Feliciano dormía navegando en el velero de las sombras y un ruido le despertó. Al principio no supo identificar el origen del sonido, pero cuando sus pupilas se desperezaron descubrió que provenía de debajo de la cama. No le dio importancia y volvió a sumergirse en las aguas profundas del sueño. Pero el molesto ruido volvió a despertarle, esta vez con una intensidad que el eco lo llevó a cada esquina perdida de Samaná. Era un sonido que erizaba los sueños de Feliciano, que ascendía desde profundas e infernales grutas localizadas bajo la cama. Cada vez era más penoso escucharlo, taladraba su cabeza como fuego del averno. No quería despertar a Anafé, asique, en un acto de involuntaria valentía decidió mirar debajo de la cama y descubrir el origen de aquel abismo de alfabetos al revés. Y cuando se inclinó, su mirada se bañó de un escalofrío debajo de la catarata del horror.

Esa mañana, Anafé comenzó a disgustarse: el mangú empezaba a quedarse frío. Su marido nunca le había hecho esperar para desayunar, asique decidió ir a la habitación a despertarle. Lo llamó, una y mil veces, la última con un hilo de voz. Lo siguiente que salió de su boca fue un grito de horror: Feliciano estaba inmóvil, con la quietud infinita de quien abandona las aguas de Samaná para emprender el largo viaje sin retorno. Anafé retrocedió de la cama como si quisiera girar en sentido contrario las manillas del reloj del tiempo y ver a su marido besándola como cada mañana. Y observó que en la ventana de la habitación, por el exterior, se encontraba la cara de Francisco, el “ayudante” de Mami Reyna, la mano franca de todo Samaná. Se acercó a él como fuerza magnética imposible de evitar y Francisco le susurró al oído:

Le esperaba bajo la cama. La Muerte le vino a buscar debajo de la cama.

El mulato cinquentón le cogió la mano con suavidad y depositó en silencio sobre su palma una cinta roja. Y desapareció con la lentitud de los veleros en el horizonte. Sin entender sus propios movimientos, Anafe miró debajo de la cama y allí encontró la caracola que Feliciano había depositado en el bolsillo de su pantalón el día que fueron a casa de Mami Reyna, la caracola que requería una y otra vez la compañía de Feliciano, la que bailaba la danza macabra, la que pedía a gritos el cambalache de la vida y muerte. La recogió con la mano que tenía libre y observó que como dama oferente tenía en cada palma precisamente eso, ofrendas de vida y muerte: la cinta roja que se colocaba a los recién nacidos para ahuyentarles los malos espíritus, y la caracola maldita que se llevó a Feliciano.

Justo en ese momento, su hija Yahaira entraba en la casa para anunciarle que en el próximo solsticio de verano sería madre.

lunes, 3 de mayo de 2010

LA MARGARITA PERFECTA


Fotografías: Gustavo Barba Alcaide http://aldeadelreynatural.blogspot.com/


Las margaritas perfectas no se deshojan, son mecidas por el vals ciego del viento.

Buscó entre las brisas verdes de mayo la margarita asertiva. La que susurrase a sus dedos el “sí” que se espera impacientemente detrás de la puerta de los sueños; la que vistiese con los justos pétalos níveos el sol de su volátil corazón de polen. La buscó entre los tapices de la primavera, entre la altiva lavanda que perfumaba su sonrisa, entre las amapolas de sangre que violaban su inocencia inmaculada. Recorrió campos interminables de terciopelo blanco buscando la margarita que tradujese el número de la palabra prohibida.





Buscó entre el raso de mil mariposas negras la margarita del “no”. La que reprehende del sendero equivocado, la que con olas de pétalos abate castillos de arena, la que niega con el dígito de sus hojas el viaje a primaveras ignotas. Preguntó por ella a los pájaros que cantan lamentos en los laberintos de los árboles, al murmullo del río que se lleva entre las sábanas del agua los sueños que no se durmieron. Exploró el tacto de la tierra para hallar huellas de la margarita que prohíbe lo que nunca pasó.



Recorrió jardines de pinceladas impresionistas, se bañó en mareas rojas de amapolas, rodó por terciopelos verdes de jarapas de hierba, nadó en campos de girasoles, buscando la margarita perfecta, la que afirma con los ojos, la que niega con el corazón, a la que le sobra el pétalo del desamor, a la que le falta el pétalo del adiós.

Cuajó el manto de la noche. Regresó. Entre sus manos latía un ramillete blanco de infinitas margaritas, cada una con la respuesta apropiada a las preguntas que se hace el alma en las madrugadas insomnes de balcones abiertos, cada una con la pregunta que sólo quien deshoja sabe contestar. Y entre ellas… la margarita perfecta.

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