
Fotografía: Tiffany’s - Manuel Mª Torres Rojas - http://manuelmariatorresrojas.blogspot.com
Al niño Manuel, que siempre fue Guillermo
Tiffany’s , el mejor lugar del mundo, donde nada malo te puede ocurrir.
Asomó sus cándidos ojos a la cristalera del escaparate. La joyería aún no había abierto sus puertas a esas horas de la mañana; algunos rayos de sol aún dormían perezosos tras los edificios que acariciaban su esbelta espalda coronada por ese collar que parecía trazar la línea de caricias sobre los tirantes de su vestido.
Pensó que no desayunaría con diamantes, ni esa mañana ni ninguna otra. Lo había decidido la tarde anterior, cuando unas manos temblorosas habían introducido en su dedo anular un círculo dorado adornado de principio a fin de pulidos diamantes que sólo le hablaban de reflejos irisados. Y ella siempre había preferido los destellos de la luna poseyendo el mar…
Miró el brillo cegador del anillo en sus manos, que era un espejo del centelleo de los ojos de quien la obsequiaba a cambio de su libertad de estrella nómada. Y sintió nostalgia de abandonar ese cielo impregnado de aroma a tierra húmeda. En un acto de valentía, se despojó de la sortija, del eslabón de la cadena, y el enlace de grilletes recuperó el vuelo libre del viento. Depositó el anillo en la palma de la mano de quien se lo ofreció, junto a una negativa que se caramelizaba con el brillo de sus labios. Le pareció ver junto al aro el resplandor de una lágrima que se confundía con la pátina de los diamantes. O quizá fuera una falacia de la luz.
Se despidió con el adiós infinito que sabía que sigue al desdén. Y vagó la noche entera como satélite errante de su propio yo. Por eso esa mañana se encontraba allí, donde nada malo te puede ocurrir, frente a Tiffany’s. Quería verlo por última vez, para convencerse de que los atajos del corazón no acaban siendo más que remiendos que tarde o temprano se acaban por descoser. Y lo vio. Una rubia dependienta, de curvas sinuosas e insinuantes, depositó el anillo de diamantes en el escaparate, devuelto, con toda probabilidad, la tarde anterior con los ojos ruborizados del hombre que ve pisoteado su privilegio de Adán; lo prendió de un dedo anular inerte, al que no le importaba ni el reflejo de la luna, ni las estrellas nómadas. Sin lugar a dudas, ese era el sitio perfecto para la joya.

Ella examinó el anillo tras las cristaleras mientras mordisqueaba el croissant que había decidido como desayuno para esa mañana, con la calma que da ver alejarse una tormenta que ha desviado su rumbo. Tras los cristales oscuros de sus gafas de sol, todo adquiría una seducción que se difuminaba con los colores rebeldes del amanecer.
Cuando había decidido irse a descansar, observó que un hombre joven, con sombrero ladeado, entraba en la joyería haciendo un traspié fruto de esa euforia que se instala en el lado izquierdo del pecho. Entró en Tiffany’s y tras breves palabras con la eterna sonrisa de la dependienta, ésta alargo su brazo hasta el anillo que reposaba en la mano inerte del escaparate, y se lo ofreció como solución inequívoca a los interrogantes del joven.
Justo en ese instante, ella, la que hacía unas horas había acariciado esos mismos diamantes y su alto precio ajeno a los ceros, sonrió tras sus cristales oscuros. Pegó el último bocado a su croissant y le pareció que esa mañana la luz del sol tenía una claridad distinta, tanto o más que aquellas piedras. Volvió a sonreír y sus pasos se encaminaron hacia la espontaneidad del camino, enfundada en unas ligeras medias negras que, sin saberlo, eran seguidas por unos ojos anónimos de deseo que serpenteaban al ritmo de sus curvas.
Se prometió volver a Tiffany’s la mañana siguiente. El desayuno estaría servido.