
A propósito del sueño, esa siniestra aventura de todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres se acuestan diariamente con una osadía incomprensible, si no supiéramos que es a causa de la ignorancia del peligro.
( Baudelaire )
Recuerdo aquel sueño de noches de primavera oliendo a lilas recién brotadas.
( Baudelaire )
Recuerdo aquel sueño de noches de primavera oliendo a lilas recién brotadas.
A la corta edad de diez años los recuerdos caben en un pequeño puño, las experiencias no agotan los dedos de una mano.
Las vacaciones de verano estaban próximas, y la primavera brotaba lujuriosamente en cada rincón del Parque del Castillo. Ese recinto era el lugar sagrado, mágico, en el que los juegos y sueños de los niños del barrio, se mezclaban y confundían hasta no poder discernir con absoluta nitidez qué se había jugado y qué se había soñado.
El Parque era un hermoso jardín que rodeaba un histórico castillo que apoyaba somnoliento su cabeza sobre la Catedral de la ciudad. Estos espléndidos jardines tenían un rincón muy entrañable para mí: en un recodo descuidado por el jardinero, en una esquina olvidada de este espléndido “locus amoenus”, en un lugar ajeno a los mimos de una mano que embellece flores, en un ángulo apartado que cobijaba los despojos del Parque, habitaba un rebelde lilo, que con insolencia embellecía todas las primaveras ese rincón desafortunado con una fragancia que nunca más pude volver a percibir de igual modo. Adornaba y perfumaba con provocación un rincón que sólo recibía las malas hierbas que estorbaban a la primavera. En mayo, yo sabía que tenía una cita a la que no podía faltar: recoger un ramo de esas lilas. Estiraba mis cortos brazos y me apoderaba del generoso regalo violáceo con que ese árbol me saludaba cada primavera. Allí me perdía en mi paraíso particular. Aspiraba su aroma que penetraba en todo mi ser infantil como el agua que fecunda la tierra árida. Desde entonces, el aroma de las lilas me recuerda la piel suave de la primavera.
Cerca de este rincón tan entrañable e íntimo, había una ermita románica, siempre cerrada, que bajaba su modesta mirada ante la imponente Catedral que la miraba de frente con altivez. Al regresar a casa con mi tesoro de lilas, tenía que pasar ante la misteriosa ermita; sus muros callados de piedra me observaban con curiosidad de siglos pasados, su silencio sólo era violado por el aleteo del cortejo de cigüeñas que anidaban en su campanario, en ese dedo que apuntaba al mismo cielo.
Ese atardecer regresé a casa entre recuerdos de lilas, de jardines, de piedras, de castillos, de ermitas medievales, y me embarqué en el crucero del sueño:
La noche estaba cerrada. Era primavera pero una leve y difusa niebla envolvía mis pasos. Me dirigía a por mi ramillete de lilas. Para llegar a mi objetivo debía pasar por la ermita durmiente. Caminaba lentamente. A mi derecha, los imponentes bloques de piedra color canela de la ermita parecían pulidos terrones de azúcar que me atraían hacía ellos. La ermita tenía un ángulo que dibujaba su cruz latina. Me acercaba a esa esquina que no me dejaba ver lo que podía ocultar. A medida que mis pasos me llevaban a ella, una sensación de calor me invadía. Con cada paso que acortaba la distancia a ese recodo, la temperatura ascendía hasta que el calor llegó a ser asfixiante. En mis oídos penetraba un pitido ensordecedor que me alarmaba del peligro que acecha, que no se ve pero que se mira con los ojos de la intuición infantil. Mi vista alcanzó la esquina. Ya podía descubrir qué, quién estaba allí. Mi retina enfocó a un enorme y feroz lobo, canino de pesadillas de niños, que salió a mi encuentro. Su pelo tenía el mismo color canela que los muros de la ermita. Este “santo” recinto había parido de sus entrañas unos colmillos amenazantes. Se abalanzó sobre mí con sus fauces devoradoras de sueños. Grité. Las lilas seguían floreciendo hasta el amanecer. Desperté.
La única vez que he vuelto a ver un lobo ha sido real, en una ruta por veredas escondidas y montañas escarpadas de mi tierra. Aullaba marcando un territorio que el hombre con pasos lentos estaba empeñado en usurparle. Fue un encuentro maravilloso, tanto como alcanzar aquellas lilas de mi infancia.
Penetrar en una ermita… me cuesta más…bastante más…