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MUY LUMINOSA
Las sombras palpitantes que se reflejaban en la pared de la húmeda caverna, eran la realidad que observaba Él. Detrás, el fuego que las reflejaba, y el de una pasión. Y entre las negras sombras y las inquietas llamas, Ella se paseaba, proyectando en la pared formas tan caprichosas como reales, bailando una danza que invitaba a bajar al Infierno por segunda vez al mismísimo Orfeo. Él, de cara a las sombras, Ella de cara a la hoguera. Él de espaldas a la luz, Ella, de espaldas a las sombras. Cada cual con su propia realidad, de sombras y luces.
Las sombras palpitantes que se reflejaban en la pared de la húmeda caverna, eran la realidad que observaba Él. Detrás, el fuego que las reflejaba, y el de una pasión. Y entre las negras sombras y las inquietas llamas, Ella se paseaba, proyectando en la pared formas tan caprichosas como reales, bailando una danza que invitaba a bajar al Infierno por segunda vez al mismísimo Orfeo. Él, de cara a las sombras, Ella de cara a la hoguera. Él de espaldas a la luz, Ella, de espaldas a las sombras. Cada cual con su propia realidad, de sombras y luces.
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AMPLIA TERRAZA
Esa noche hubiera querido volar hacia su ventana y colarse entre sus sábanas de caricias. Era la misma sensación que tenía cada noche que no pasaba con Ella, noches largas que derretían los relojes de su almohada. Sabía que esa mujer le amaba con sus silencios de miradas furtivas, con las sombras chinescas que proyectaba en su corazón. Tendría que esperar a mañana para verla, en el estanque de nenúfares del parque, junto al banco que los conoció y que también albergó aquel libro abandonado por Ella, que Él no dudo en devolverle aunque entre sus páginas colocó deseos de citas eternas; Ella le devolvió una sonrisa quedándose desde ese instante con todos sus sueños aprendidos y por aprehender. Allí era la cita que Ella le había propuesto, sin duda porque deseaba rememorar después de tres amables y cálidos meses juntos, ese rincón tan privado para ambos, la génesis de su primer encuentro, el brote fresco del lirio blanco.
Esa noche hubiera querido volar hacia su ventana y colarse entre sus sábanas de caricias. Era la misma sensación que tenía cada noche que no pasaba con Ella, noches largas que derretían los relojes de su almohada. Sabía que esa mujer le amaba con sus silencios de miradas furtivas, con las sombras chinescas que proyectaba en su corazón. Tendría que esperar a mañana para verla, en el estanque de nenúfares del parque, junto al banco que los conoció y que también albergó aquel libro abandonado por Ella, que Él no dudo en devolverle aunque entre sus páginas colocó deseos de citas eternas; Ella le devolvió una sonrisa quedándose desde ese instante con todos sus sueños aprendidos y por aprehender. Allí era la cita que Ella le había propuesto, sin duda porque deseaba rememorar después de tres amables y cálidos meses juntos, ese rincón tan privado para ambos, la génesis de su primer encuentro, el brote fresco del lirio blanco.
Salió a la terraza e hizo cómplice de sus anhelos a la Osa Mayor que, como una cometa argéntea en la noche, le alertaba de dónde se encontraba el norte que la brújula del corazón se empeñaba siempre en convertir en barco fantasma a la deriva.
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SUELOS DE MÁRMOL
Esa noche Ella arrojaba contra la pared del dormitorio todos los fotogramas de su película de amor. Uno por uno volaban para acabar estrellándose en ese muro de incomprensión que últimamente crecía por encima ya de sus cabezas. Habían sido albañiles de muros. Y cuando iba a lanzar otro se dio cuenta de que se le habían terminado. Comprendió que estaba en lo cierto: no había interpretado una película sino un breve cortometraje en el que ni tan siquiera había sido la protagonista, había preferido quedarse entre bastidores bailando frente al fuego, sin saber que en la oscuridad de los ojos de Él esas contorsiones reflejaban seductoras sombras hambrientas de palabras, sombras falaces para aquél que está encadenado frente a la pared de su caverna personal. La idea de haber quedado en el banco del estanque era el mejor epílogo para cualquier prólogo, todo debía terminar justo donde comenzó. Utilizó esa mirada furtiva, que tanto le gustaba a Él, para dirigirla hacia el billete de avión que dormía sobre su mesilla de noche descansando para iniciar al día siguiente el nebuloso viaje hacia el laberinto del Minotauro.
Sus pies desnudos sintieron el alivio del lacerante frío del mármol cuando se levantó a cerrar la ventana, se negaba a dejarse engañar por el parpadeo de las estrellas.
Esa noche Ella arrojaba contra la pared del dormitorio todos los fotogramas de su película de amor. Uno por uno volaban para acabar estrellándose en ese muro de incomprensión que últimamente crecía por encima ya de sus cabezas. Habían sido albañiles de muros. Y cuando iba a lanzar otro se dio cuenta de que se le habían terminado. Comprendió que estaba en lo cierto: no había interpretado una película sino un breve cortometraje en el que ni tan siquiera había sido la protagonista, había preferido quedarse entre bastidores bailando frente al fuego, sin saber que en la oscuridad de los ojos de Él esas contorsiones reflejaban seductoras sombras hambrientas de palabras, sombras falaces para aquél que está encadenado frente a la pared de su caverna personal. La idea de haber quedado en el banco del estanque era el mejor epílogo para cualquier prólogo, todo debía terminar justo donde comenzó. Utilizó esa mirada furtiva, que tanto le gustaba a Él, para dirigirla hacia el billete de avión que dormía sobre su mesilla de noche descansando para iniciar al día siguiente el nebuloso viaje hacia el laberinto del Minotauro.
Sus pies desnudos sintieron el alivio del lacerante frío del mármol cuando se levantó a cerrar la ventana, se negaba a dejarse engañar por el parpadeo de las estrellas.
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ZONAS COMUNES AJARDINADAS
Los nenúfares del estanque navegaban sobre corazones verdes que a Él se le antojaban rojos. Los nenúfares del estanque viajaban sobre islas flotantes que Ella veía desiertas.
Los labios de Ella pronunciaron espadas que mortalmente se hendían justo en el punto central de cada uno de esos corazones verdes a la deriva. El fuego de la hoguera se extinguía con la rapidez de la lágrima, con la celeridad de la falta de oxígeno. Pero aún así, Él respiró el poco que quedaba entre los dos y lo percibió mezclado con el perfume de las sombras, unas sombras que a medida que las llamas decrecían, iban tornándose pequeñas, bajaban por la pared de la caverna como salamandras que desean desaparecer en el fuego. Y desaparecieron. En un acto de involuntaria valentía, se soltó las cadenas, volvió la cabeza y miró hacia la hoguera que siempre había tenido detrás y que ahora sólo eran brasas a punto de extinguirse; recogió las suaves cenizas de sombras y se las guardó en el bolsillo de mil agujeros, por si las necesitaba para otra vez.
Se sentó en el banco de ambos, abandonado como el libro que fue la puerta de entrada a su caverna, mientras la veía alejarse entre infinitas hileras de olmos blancos que se apartaban para dejarla pasar al país de detrás del espejo. Cogió la llave amarga de la decepción y cerró la caverna con los siete candados ya oxidados por la espera de la caricia que nunca llega. Y colgó el cartel.