
Vuelvo a mi etiqueta de "Amigos cuentistas" para tener la suerte de presentarles, esta vez, un magnífico relato que Aníbal Jaisért ha hecho llegar a mis manos y que me fascinó desde el primer momento en que lo leí. La alta creatividad literaria de este escritor la pueden disfrutar en su blog www.anibaljaisert.blogspot.com , espacio altamente recomendable para los amantes de la buena literatura. Aníbal nos trae los lamentos de un niño difuminados en la lánguida mirada de su madre tras la ventana. El eco de dos voces que se buscan y huyen mientras algo late detrás de la memoria... Espero que lo disfruten.
ENTRE MI MADRE Y YO
Aníbal Jaisért
Mi madre ya no me quiere. Quizá nunca me ha querido. En cambio, antes era tan amable conmigo. Le molesta que me haya puesto enfermo, lo sé. Aunque ya me he recuperado, procura no mirarme a la cara. No me presta atención, no hay mimos, cariño, abrazos. Esta mañana cuando me desperté bajé corriendo a la cocina y no me había preparado el desayuno como antes solía hacer.
La persigo por casa, tiro de su camisa, acaricio su mano. Ninguna señal. Está disgustada porque no la he podido ayudar los días que he estado en cama, pero debe de ocurrirle algo más. Desde que me he recuperado hago casi todas las tareas de la casa, intento cocinar aunque apenas alcance a ver sobre la encimera. Ella se sorprende y se le nota en la cara de sorpresa que pone, pero no me felicita. Mi madre ya no me quiere, es un hecho.
Durante todo el día parece distraída, puede ser que depresiva. Su cara es la misma que la máscara teatral de la tragedia. Ojos sin vida y boca cuya comisura se pierde en la oscuridad del cuello.
Tengo que dar todo por hecho, pues parece que no desea hablarme. Mis amigos ya no son mis amigos. Durante estos días he perdido contacto con ellos y a mi edad todo se olvida pronto, también la amistad, que aún tiene poco significado. Ya sólo tengo un amigo que antes nunca lo había sido. Es aburrido y no conoce ningún juego de los que yo sé. Pero al menos me hace compañía. Algunas veces me siento el niño más desafortunado del pequeño mundo que conozco. Estoy, sin embargo, convencido de que no es cierto, pero los niños cuando nos enfrentamos a problemas es siempre por vez primera. No tenemos tablas, como dicen los adultos. Ni carácter. Sólo inocencia poseemos que, por suerte, es la vía de escape de nuestros actos equivocados. Mis padres no hablan hace tiempo, ellos tampoco se quieren. En cambio a mí sí me cuida mi padre y me da lo que mi madre es incapaz de darme. También lo hacen mis abuelos.

Pienso que a lo mejor mi madre tiene un problema para amar. Ha sido siempre servicial con quien sabe que tiene lazos de afecto, familiares. Supongo que sabe a quien tiene que querer y se esfuerza. Sin embargo, ha desistido. Ha decidido que se entrega al horizonte. Le gusta mirar a lo lejos. Los ojos descansan y también el pensamiento. Huye de nosotros y se hace un poco más grande, se vuelve tan del tamaño de lo que ve que no cabe en casa. Lo ocupa todo pero no está en ningún sitio. O sí, está sentada junto a la ventana de la cocina, en su mesa camilla con brasero eléctrico. Es suya la mesa. Nunca nos hemos sentado los demás. Tiene un santuario en la cocina. Y desde ahí ha comenzado a dirigir el imperio de silencio que se ha impuesto.
Antes le gustaba que la peinara, que jugara con su pelo antes de acostarme. Ya no, ya no está interesada por nada. Mientras lo intento hacer pasa sus manos por el cabello en un gesto sutil para apartarme. Me recuerda a mi abuela que no nos reconoce. Aunque lo de mi madre sea distinto porque es sólo con nosotros, con su familia. Porque con el carnicero, el cartero,... es amable. Con todos. Hace uso de una cordialidad fría que no da lugar al tema personal en las conversaciones. Sin embargo, al menos habla. Habla con todos ellos, los desconocidos, y no conmigo, su hijo. ¿Qué me echa en cara? Nadie ha muerto por mi culpa. La quiero. No he hecho jamás nada peor que los demás chicos de mi edad. No lo entiendo.
Si me marchara de casa ella no se daría cuenta. Quizá me marche esta tarde. Aunque no diga nada parece que le entorpece mi presencia. Me iré a vivir con mi padre o con mis abuelos. La veré poco porque viven lejos de este, mi pueblo. Ellos se apartaron de mi madre. Creo que fue porque ella no los quería tampoco. Juegan con ventaja, se dan cuenta antes de todo. Mi madre debe de mentir muy bien, al menos por lo que recuerdo. Me trataba genial. Me daba para merendar queso de untar, era mi merienda preferida, con zumo de melocotón. Soy un niño normal, ya lo veis. No hay motivos para que no me haga caso, para que no me trate como a su hijo. Pero querer no es obligatorio, claro. De más pequeño pensaba que era Dios el que se encargaba de obligar a la gente a querer. Ahora sé que Dios no existe en mi casa. Para mi padre, él sólo existe en los cementerios, aunque no entiendo por qué. Para mí, sólo existe en la mente de los que creen en él. Todo esto da igual, no tiene nada que ver con lo que me preocupa.

Sí, ya lo tengo claro, esta tarde me marcharé de casa, iré a la plaza y esperaré a mi padre. Mi madre, como en una novela romántica, asomará su cabeza por la ventana. O puede ser que ni siquiera se la vea por el reflejo del sol contra el cristal. Y, aunque no alcance a ver sus ojos, sé que no me mirará. Ella no es capaz de ver las cosas que están cerca. Tiene, a lo mejor, un problema en la vista como mi abuelo, por eso ha dejado de verme.
Acabo de salir de casa y he dado un portazo detrás de mí. Pensé que mi madre estaría en la cocina pero está en mi habitación. Cuando he cerrado la puerta su despedida ha sido un grito como si después de mucho tiempo sin mirarse, haya descubierto que tiene el cuerpo plagado de gusanos devorándola. Un grito hiriente que me ha horrorizado. ¿Habrá muerto? Corro asustado sin mirar atrás.
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Cuando murió mi marido... Corrijo. Cuando acepté la muerte de mi marido, en el momento en que asimilé que el hecho mental era una realidad física, respiré hondo
Supe que no eran probables más pérdidas. No era probable que mi hijo, al que amarraba con todas las fuerzas que tenía, se quisiera marchar también. Pero se me escapó. Huyó de mí mientras lo abrazaba con ahínco para que no se difuminara entre mis manos. La muerte no puede ser retenida entre los brazos. Sé que las personas con mi trayectoria acaban atrapadas en la locura o en la indiferencia. Da igual, yo ya no tengo responsabilidad para con nadie.
El oncólogo dijo que si lo deseaba podía llevar a mi hijo a morir a casa. Y desde luego que quería. No podía admitir perderlo en un hospital y después regresar a mi casa vacía. Un niño merece morir con intimidad. Los médicos no deben corromper su pueril vocabulario. No deseaba oírlo hablar con tecnicismos como ya había escuchado a otros jóvenes terminales de su planta.
Deliró como un niño.
Estos últimos días, dormía a todas horas y yo intentaba despertarlo para despedirme pero no he sido capaz. El sueño es muchas veces amigo y preludio de la muerte. Oí perfectamente como ella cerraba la puerta cuando lo raptó.
Al levantarme de la cama esta mañana, sin dormir en toda la noche, estaba tan alterada que mi hermana me ha llevado al médico. Estoy totalmente sana. Vaya capricho. Cuando he llegado de nuevo a casa me he sentado en mi mesa camilla de la cocina y me he servido un café mientras miraba a lo lejos. De repente, he sentido una necesidad, fruto seguro de la locura que me espera, de abrir la ventana, mirar hacia el banco donde se solían sentar mi marido y mi hijo y gritar “¡os quiero!”. Me he callado. Los muertos no escuchan. En ese instante recordé cuatro versos de Lorca:
“Las cosas que se van no vuelven nunca,
todo el mundo lo sabe,
y entre el claro gentío de los vientos
es inútil quejarse.”