“Peregrino, siembra tu sueño
a mis pies, en mi orilla
allí donde el mar se hace dueño
aquí donde mi luna brilla…”
(Fuente: Internet . Autor desconocido)
No existe nada más misterioso ni tan desconocido como el país de los sueños. Adentrarse cada noche en la aventura de sus regiones inhóspitas es como leer un libro con los ojos cerrados y la oscuridad abierta.
Lo habitual es que, primero, el subconsciente guarde en su cajón secreto aquellas imágenes o situaciones reales que nosotros vemos pero que él mira para, posteriormente, amasar en la noche su propia literatura onírica aprovechando nuestro inevitable descanso de hombres mortales. Lo que no es frecuente es que los sueños se adelanten a la realidad, le tomen ventaja mostrándonos capítulos de nuestra vida que acabaremos leyendo y viendo justo en el preciso instante en que hemos olvidado el sueño. La prolepsis de lo inexplicable.
Solo fue un único sueño pero reiteradas veces soñado, nada placentero y con el constante rumor del mar en mis oídos, pues los sueños también se escuchan, son la música del alma:
Fotografía: www.imagenesfotos.com
Mi cuerpo y mi mente pasean tibias por la arena de una playa, la más blanca y cegadora que mis ojos hayan podido ver y mirar. Es temprano, el sol está muy alto e invita a sumergirse en un largo deambular por esa costa aparentemente benévola. Mis pies y mis huellas en la arena se detienen: delante de mí un tranquilo mar azul cubierto por la soledad sin olas, dormido en un velo de raso añil, terso de arrugas, cegador como un espejo celeste. La claridad es tan deslumbrante que me giro y observo como detrás de mí toda la playa es un extenso y alto acantilado de escarpadas y macizas paredes de rocas amarillentas. Mi ser se haya entre la suavidad del mar y la rigidez de las rocas. No recuerdo el camino de entrada a la playa acantilada como tampoco conozco su salida, pero la sensación tan placentera de las caricias del sol en mi piel hace que me tumbe en la arena, cierre los ojos y considere que más tarde encontraré el camino de regreso hacia ese olvidado lugar desde el que debo haber venido. El silencio embalsama mis ojos cerrados, engañándolos para que no vean pasar al tiempo que, calladamente, va arriando las velas del sol. Y es que la luz es un momento fugaz de la oscuridad.
Mis ojos son despertados por el estruendo de unas olas que con furia descargan en la playa. Al abrirlos observo que la cegadora luz se ha convertido en una luminiscencia grisácea. No sé el tiempo que ha transcurrido pero el cielo se ha transformado en un crespón negro de amenazantes nubes sombrías. El raso añil del mar ha dado lugar a un bravío terciopelo negro. Me incorporo con nerviosismo cuando noto que la lengua de una ola ha lamido mis pies, escupiéndome la rabia de su espuma blanca. Compruebo que la marea ha subido y lo sigue haciendo a una velocidad desconocida por el reloj del tiempo. Miro a mi derecha y a mi izquierda con el propósito de escapar del paradisíaco lugar ahora convertido en la antesala del averno, pero a ambos lados no hay salida posible ya que el semicírculo que hace la playa ha hecho que la marea ya haya llegado a riscos bajos que se asentaban a uno y otro lado, y que ahora están siendo azotados con violencia por las gigantescas olas. Una de ellas me hace retroceder varios pasos, y otra, varios más, hasta que mi espalda choca con la pared del acantilado. El ruido encrespado del mar es una titánica carcajada que atormenta mis oídos mientras las olas gigantescas amenazan con caerme encima en cualquier momento. Mis pupilas se convierten en el espejo del miedo.

Trato de subirme desesperadamente a la pared rocosa intentando evitar las negras garras de las olas pero solo consigo izarme unos centímetros. Alzo la vista y compruebo que en la parte más alta del acantilado hay una abadía que no consigo ver con claridad, pero la aguja de su torre es nítida, es como un dedo apuntando al mismo cielo. La abadía está rodeada por una ciudadela de piedras medievales que llevan talladas el rumor del mar, los siglos del tiempo, el canto de druidas celtas, el silencio de los condenados a prisión. Intento trepar desesperada por las rocas escarpadas sin mejorar mi éxito en el intento. Es cuando giro la cabeza y observo que tengo a escasos centímetros una gigantesca ola de varios metros que va a caer sobre mí y a engullirme con sus fauces. De mi alma sale un agudo grito que apaga la voz del mar, de la noche y del sueño, mientras el sonido de las campanas de la abadía me devuelven a la otra playa inexplorada de la vida.

En agosto de 2006 hice un viaje a Francia en el que decidí incluir la visita a Bretaña y Normandía, y conocer el Monte Saint-Michel. Prácticamente desconocía su historia, su leyenda e incluso su imagen, salvo las escasas veces que lo había visto en fotografías que, por otro lado, tampoco me llamaron excesivamente la atención. Cuando sentí su proximidad, cuando mis ojos lo tuvieron delante, cuando mis pasos se adentraron por sus sinuosas calles, todo cambió y nada pudo ser igual. Reconocí inequívocamente, el escenario de mi sueño reiterativo; más que similitud de imágenes, que las había, era una similitud de sensaciones difícilmente traducibles por las palabras y por la razón. Sin pretender pensar en ello, por enésima y última vez, mi sueño regresó con la celeridad del recuerdo, entre las sombras grises de las piedras y la trampa mortal de las mareas. Allí quedó enterrado, entre los lodos del río Couesnon y el Océano Atlántico.
.....................................................................................(Para los que quieran saber más…):EL CONSCIENTE DEL MONT SAINT-MICHEL:
En tiempo de los galos, el monte Saint-Michel se elevaba en medio del enorme bosque de Scissy, que fue situado como límite entre Normandía y Bretaña. En su centro, había un monte rocoso, similar a un monte de tierra para un entierro por eso lo llamaron el "Monte Tombe", el Monte Tumba. Hacia el siglo IV, la región fue cristianizada y desde entonces, el bosque de Scissy y sus montes atraía a los hombres que buscaban la purificación espiritual. Muy pronto se convirtió en un lugar de ermitaños. Seres que convivían exclusivamente con su soledad y su espíritu.
Algunas tribus célticas ocuparon el bosque de Scissy en los alrededores del monte Saint-Michel y se acercaban a él para entregarse a sus cultos druídicos. En los subterráneos de la abadía se han encontrado restos megalíticos de los celtas.
Los romanos lo denominaron Puerto Hércules.
Los orígenes de la abadía actual deben situarse en torno a los siglos VIII o IX. Según la leyenda, en 708, un obispo de Avranches llamado Aubert habría construido un oratorio dedicado al arcángel San Miguel, tras habérselo pedido personalmente el arcángel en tres apariciones sucesivas. La leyenda cuenta que el Demonio, que había adquirido cuerpo de dragón marino, aterrorizaba a las pobres gentes del lugar allá por el siglo VIII. Los trabajadores de la tierra, afirmaban ver ciertas criaturas que los atemorizaban. El Arcángel guerrero, San Miguel, fue llamado para luchar contra ese demonio. La batalla empezó en el monte Dol Bretón, la montaña vecina del Mont-Saint-Michel, que entonces era conocido como monte Tombe. Las hordas maléficas combatían fieramente y San Miguel levantó la espada y cortó la cabeza del animal. El obispo de Arranches, Auberto, fue testigo de ese combate y por tres veces recibió en sueños la orden de San Miguel de construirle un lugar de devoción allí donde había vencido al Maligno. A partir de aquí el Monte Saint Michel comenzó a convertirse en un importante lugar de peregrinación, lo que llevó a que en la abadía se instalasen monjes benedictinos.
"Hubo un combate en el cielo", dice el Apocalipsis. "El arcángel Miguel y sus ángeles lucharon contra el Monstruo y lo expulsaron del cielo..."

Sin embargo, apenas un año después, en el
709, un gran cataclismo hizo que el mar se adentrara en tierra e inundara toda la zona, dejando aislado el Mont Saint Michel. Desde entonces, el monte se ha convertido en una auténtica fortaleza, pues ese fenómeno de
las mareas se repite dos veces diariamente, dejando a la ciudadela y su Abadía unida a tierra solamente por su carretera. Dicen que es tal la velocidad a la que suben las mareas, que el agua atraparía con facilidad a un caballo al galope… por eso, con cada subida del mar, las campanas del Monte, avisan con suficiente antelación, pues se ha convertido en casi una tradición o una curiosidad turística, el observar esa subida del mar a ras de orilla. Los peregrinos que durante siglos visitaron la majestuosa abadía gótica edificada en la cima del peñasco también tuvieron que lidiar con la repentina subida de las aguas. Hoy, unos carteles colocados en los arcos de la muralla medieval que dan acceso a la bahía arenosa advierten de los horarios de peligro. Pero la advertencia no infunde el respeto que solía. Cabe decir que, son las mareas
más fuertes de Europa, capaces de dejar al descubierto distancias de hasta 15 kilómetros y de poner en peligro a los infelices que no tengan muy presente la rapidez de sus crecidas. Registros del año 1318 revelan que una docena de peregrinos murió en las arenas movedizas de la bahía, otros 18 se ahogaron con la marea creciente y trece más, una vez que llegaron al santuario, murieron sofocados por las multitudes.
Con el paso de los años, el monte Saint Michel se convirtió en un importante punto estratégico militar, cobrando especial importancia durante la guerra de los 100 años, y jamás fue tomado por las tropas inglesas pese a sus incesantes esfuerzos por conseguirlo, lo cual convertía al Monte Saint Michel en un símbolo de esperanza y fe para los franceses en esos años de continua guerra. En el siglo XVII los miembros de grupos esotéricos dedicados a la alquimia y a los avances científicos se reúnen aquí. La casa real francesa vuelve a abandonar el lugar a causa de la recomendación de los más conservadores de la Iglesia. Desde la Revolución francesa hasta 1874 el Monte San Michel se convirtió en prisión, por lo que se le llamó también como la pequeña Bastilla, donde fueron encarcelados, desde 1793, más de 300 sacerdotes que negaban la nueva constitución civil del clero. Por fin, la prisión fue cerrada en 1863 en respuesta a un decreto imperial de Napoleón III. En 1979 el Mont Saint Michel fue incluido en la lista de Patrimonio Mundial por la Unesco.
“Castillo de hadas erigido en el mar, sombra gris que se alza sobre el cielo brumoso” El ocaso teñía de rojo la inmensidad de los arenales, teñía de rojo la desmesurada bahía; tan solo la abadía escarpada que surgía al fondo, alejada de la tierra como un caserón fantástico, sorprendente como un palacio de ensueño, increíblemente extraña y hermosa, permanecía casi negra a la luz del sol poniente.Guy de Maupassant (1850-1893)