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ANDANZAS Y MUDANZAS CASTELLANOMANCHEGAS
Volvió a su tierra un día en el
que el corazón fue herido en su epicentro por la punta de un zapato afilado. No hubo sangre que pudiera cicatrizar
la herida, solo fríos vientos de silencio que le invitaban a embarcarse en el
navío que le llevaría al viejo mar castellano que le vio nacer.
Dudó durante cinco largos días y cinco
insomnes noches de esta travesía incierta. Se asomó muchas veces a la playa
quijotesca de encinas y tierra seca para intentar ver en la lejanía algún
indicio que confirmara su decisión de volver a esas tierras frías y duras
cabalgadas por el Cid. Pero su dubitativa mirada solo podía mezclarse con la
niebla que llegaba hasta la lontananza, creándose así un brebaje mágico y
druídico que unas veces amenazaba con el veneno de lo desconocido, y otras, alentaba con el misterio de lo ignoto.
Alguna atardecer, mientras contemplaba el
largo trayecto a recorrer, creyó oír
cantos de sirenas que le arrebataban las dudas y las introducían en las
profundidades del mar manchego. Emergía, entonces, en el horizonte, la punta
afilada de una lanza en astillero y una adarga antigua cabalgando encima de un
rocín flaco. La figura cervantina que emergía del horizonte le hablaba de
sueños que perseguir, entuertos que desfacer,
gigantes que vencer y de quimeras e ínsulas por conseguir. Alentada por este
hidalgo de triste figura, era entonces cuando su alma se animaba a viajar de
meseta a meseta, era entonces cuando sus huellas se levantaban y deseaban
recorrer las riberas del Duero dejando huérfanas las del Guadiana, era entonces
cuando el caballero de La Mancha le secaba las entendederas completamente de
tanto decirle sin cesar:
- La razón de la sinrazón que a
mi razón se hace…
Y era entonces cuando deseaba emprender el viaje en busca de aventuras
nuevas que cauterizasen la oquedad de ese corazón taladrado por la punta de un
zapato. Y cuando más convencida estaba de emprender el camino hacia el adusto
norte castellano, emergía en el horizonte al lado de la vetusta sombra
quijotesca del caballero, una figura rechoncha y bajita, con aliento de ajos y
de sabiduría popular que, después de echar un buen trago de vino de Valdepeñas
de su bota, le explicaba e insistía que aquello que su amo veía en el horizonte
no eran gigantes sino molinos, molinos de viento, inmaculados y laboriosos
molinos que atrapaban vientos con sus aspas como él mismo atrapaba moscas, y
los engullían para llenar sus orondas panzas con las que se estrellaría si
hacía caso a su amo en emprender andanzas más allá de las tierras manchegas.
Avisada quedaba. Era entonces, cuando decidía permanecer en esa tierra adoptiva
de vides, olivos y encinas, anfitriona honesta y cálida con sus forasteros,
humilde y humana hasta los huesos, literaria por propia definición.
Y así transcurría la noche, como un bajel a la deriva en un océano
peinado por olas de dudas, en un mar manchego donde el sonido de las caracolas
se mudaba en cantos nocturnos de grillos que acunaban los sueños e ideales
quijotescos y los ronquidos del realismo de panza satisfecha, ambos durmiendo
bajo una encina sempiternamente.
Si los maravillosos e increíbles atardeceres sangrientos y azafranados de
La Mancha le hablaban de alfabetos cervantinos, los amaneceres de sol robusto y
diáfano le seguían iluminando, casi hasta la ceguera, el sendero que llevaba a
la Castilla que le vio nacer. El último día del que disponía para decidir su sí
manchego o su no castellano amaneció con un aroma conocido: el de la piel del
Duero. Reconoció al instante el olor penetrante de sus aguas machadianas,
lentas en su discurrir, espejo de los olmos de sus riberas, guardianas de
gestas de caballeros, cofres que atesoraban los romances de las alevosías de
reyes y nobles. Duero legendario, Duero anciano de versos y poetas, Duero de
huellas perpetuas con las que bañaba las faldas de sus ciudades tradicionales,
inmovilistas, leales al reloj detenido en el rincón de telarañas del tiempo.

No solo sintió este aroma
castellano sino que desde las entrañas del amanecer apareció en el horizonte un
reflejo cegador de una armadura de caballero que, desde una loma peinada por el
estío, aparecía montado en su colosal caballo invencible en la Reconquista. La
sombra del caballero no era quijotesca, estaba impregnada en polvo, sudor e hierro, de heráldica de
castillos, leones y abolengo de piedra luciendo en fachadas de cunas
castellanas. De Vivar era su mirada, de Castilla su corazón, admirado por sus
mesnadas, temido por los árabes al que bautizaron el Cid. Señor de sus vasallos, vasallo
eternamente de su rey.
Este otro caballero, después de
mirarla unos instantes con la altivez y el señorío que solo otorga la victoria
de las guerras, le habló de batallas por ganar que la esperaban pacientemente
en las puertas de Castilla, de sangre familiar que la añoraba dentro de
recintos amurallados, de tierra madre que palpitaría al unísono de sus
arterias, de retos por vencer y gestas que engrandecer. Le habló de la lealtad
a la tierra que le dio vida, le recordó que la valentía solo era el alfabeto
que entendía el amor y la vida, y esta, la vida, solo estaba hecha para los
valientes. Ella le escuchó reconociendo su cobardía para emprender un viaje a
esa tierra abandonada durante 17 años, pero el aliento poderoso del Cid le animó
ofreciéndole las dóciles aguas del Duero para enjugar el llanto, y la dura y
árida tierra castellana de la que levantarse después de cualquier caída.
No sé sabe muy bien el porqué lo
hizo pero volvió, volvió a su tierra castellana un día caluroso de los del mes
de julio. A medida que se alejaba de La Mancha entre casas encaladas de
recuerdos y cinceladas de añil, sentía como una parte de su corazón se quedaba
allí, entre olivos, vides y encinas, enterrado en Cuevas de Montesinos, fundido
en la piedra de los castillos de la Orden de Calatrava, reflejado en las
cristalinas aguas de las Lagunas de Ruidera, cobijado bajo las alas de las aves
de las Tablas de Daimiel. En una loma divisó el adiós del caballero quijotesco
y su leal escudero:
-
¡Seguirán
siendo gigantes aunque te parezcan molinos…! – le gritaba insistentemente
en la lejanía su ya amigo Don Quijote.
Llegó al final de su viaje: a la
Castilla fría y sola, recia de palabras, la noble y leal tierra amasada por el
silencio, los poetas y los caballeros. Su corazón se instaló allí por la
inercia que concede el tiempo y lo inevitable. Corazón incompleto. Su amigo Don quijote tenía razón: eran
gigantes, no molinos. El Cid también: las aguas del Duero enjuagan su llanto y
las lágrimas son conducidas a un mar de encinas y casas pintadas de añil,
mientras la dura y árida tierra castellana la invita a levantarse de nuevo.